martes, 6 de diciembre de 2011

ELSA LOMBARDO


CRUZANDO EL CHARCO
 
Venía repitiéndose hacía unos días que él no había cruzado el Charco para terminar suicidándose en un rincón de Buenos Aires. Sin embargo allí estaba en medio de esa miserable pieza preparando con todo detalle el nudo que se apretaría a su cuello y lo libraría de su sufrimiento.
La viga de hierro le vino como anillo al dedo para suspender la cuerda. La observó balancearse implacable, elegante como péndulo de reloj marcando los segundos de su decisión.
Buscó el único asiento de la pieza, lo afirmó y se subió a él. Miró por última vez la plaza desierta, las copas de los árboles, el espejo negro y brillante, estremecido por ondas apenas perceptibles. Y más allá, el Horizonte Oriental al que estaba a punto de decir adiós.
Sintió la boca reseca. Mecánicamente bajó de la silla y fue a la heladera. Sacó una botella de agua y la bebió hasta acabar el líquido fresco. Se dirigió a la ventana, cerró una hoja y divisó el banco de la plaza, ocupado ahora por dos niños que jugaban de manos. Quizá no se habían percatado de la soga que pendía del techo. Aunque cerrara la ventana, verían todo a través del vidrio sin postigo ni cortina. Bajó para ver si conversando con ellos lograba que se alejaran.
Para cuando cruzó los niños corrían persiguiéndose entre los árboles, lejos del banco.
Se sentó abatido. El cuerpo tenso, afiebrada la mente. Le pareció que la vida lo había cacheteado siempre. Escuchó las voces de las madres en las hamacas, el carcajear de los adolescentes en plena primavera de la vida y del año. En cada pibe vio a sus dos hijos, a cargo de la abuela en un cantegril de Montevideo, de donde había venido buscando mejorar su suerte de niño lustrabotas y canillita. De joven estudiante de bibliotecas públicas. De adulto que le peleaba a la sociedad un lugar con un título bajo el brazo. De militante contra la prepotencia que cobraba sus víctimas.
Sentía la opresión en el pecho. Quería regresar a la pieza y poner punto final a tanto desesperanza. Miró hacia el cuadrado de la ventana. El sol que caía sobre el río auroleaba el óvalo pendiente que lo esperaba para cumplir su misión fatal. Tan fatal como había sido el destino de la mujer que se unió a él. La que le había dado dos hijos. La que había dejado la vida con el último pujo que dio paso al primer berrinche de la hija menor, mientras él resistía en una celda noches de espanto y de tortura. Ahora, crecidos ambos, se-guro estarían jugando en el patio de la casa de la abuela. Y esperaban los pocos pesos mensuales que enviaría para no ser canillitas como él, ni estudiantes con libros ajenos como él, ni esperar los Reyes de la caridad, ni presos políticos como tantos y tantos compatriotas.
Al galope los recuerdos cruzaban el Charco yendo y viniendo. Como había venido él con el título de Técnico electrónico bajo el brazo, y se quedado cerca del río y del puerto, para poder imaginar cada noche la silueta de su Montevideo natal.
Dos años después había probado todos los trabajos de día y aguantado todos los insomnios de noche es-perando el momento en que los cruzados medievales derribaran puertas también de este lado del Charco.
Sintió que las luces de la plaza lo encandilaban. Volvió la cabeza a la ventana. El colgajo aún lo esperaba. También lo debían estar esperando en el cantegril su madre y sus hijos, los compañeros de ideales y los amigos.
Abandonó el banco con movimiento nervioso. El viento acunaba los jacarandaes en flor. El rumor del agua le cantaba arrullos conocidos. Frente a él cruzaron parloteando los niños con los que había bajado a hablar.
Atravesó la calle, subió los escalones, entró a la pieza. Subió a la silla y descolgó la cuerda. Cubierto de sudor estalló en sollozos.
Minutos después con manos trémulas dio cuerda al despertador y frenó la manecilla en las cinco. Preparó su mejor ropa y el certificado de Técnico electrónico. Apagó la luz.
Antes de que el sueño lo invadiera insistió para sí mismo que No, que él NO había cruzado el Charco para suicidarse en cualquier rincón de Buenos Aires.

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