martes, 28 de junio de 2016

Sonia Catela

                 La respiración del lirio  Sonia Catela

Cuando vi aparecer esta noche a mi viejo, brotado de la bodega de la oscuridad y la tormenta, pensé que la ocasión exigía algo más refinado que el trivial saludo que me propinó. Porque su llegada, dadas las circunstancias, no podía sino responder a un propósito inusitado. Un aviso. Una revelación. Sin embargo, pese al desorden de mis inhalaciones y la rebeldía circulatoria en mis venas, aguanté del lado de acá, en el filo, y no rompí la costumbre de devolverle un "hola" igual de desabrido. -Sí que no esperaba verte -añadí. -Yo tampoco. -¿Y? -requerí. -Te traje algo- acotó y se señaló el bolsillo abultado, -¿De allá? -me espanté. Pero no mostró el objeto; pasó a mi lado sin besarme ni tocarme y entró directo a la cocina.
-Te cebo mate- fue lo siguiente que dijo el Viejo echándose la gorra hacia atrás. Y se metió en esos preparativos como si nada. Yo aguardaba que anunciase lo que embuchaba, escrutaba el bulto en su bolsillo y esperaba sin aliento. Lo miraba sacar yerba y bombilla y calentar agua mientras mi desasosiego crecía, en la punzante sensación de que él me llevaba una ventaja: ahora se encontraría al tanto de todos mis pecados y mis malos pensamientos. Por eso se había acercado, o lo habían mandado. Había atravesado la cavadura de la noche y los truenos con pleno conocimiento de esos secretos hervidos en mi conciencia y que lo incluían a él en remotos y fantasiosos incestos. Y también, el haberlo imaginado desnudo mientras hacía lo necesario para traerme a este mundo. Así había armado la pintura del viejo, glúteos al aire igual a un renacuajo de dos colas, mientras navegaba sobre mi gorda madre. Y ahora él, tan pudoroso, debía hallarse al tanto de esas perversidades filiales, y de la mano de ellas vendría un castigo y también el descubrimiento de una verdad inesperada. -Qué tal tu vida- me atreví y sorbí el primer mate con toda lentitud; él arrimó la mano al bulto y me cortó el aire. -Vos siempre descuidando esa puerta-, reprochó el viejo, siendo que esta noche hubiera podido entrar con cerradura echada o sin ella. -El barrio sigue tranquilo, papá-, dije, -aflojá con tus aprensiones. En una palabra, lo de cualquier encuentro aunque me muriera de ganas de charlar sobre qué opinaba de mis pecados y de las infracciones cometidas por mi imaginación para pedirle perdón si venía al caso, o mantenerme en mis trece si la visita rumbeaba para el lado de las discusiones; siempre porfiamos en nuestras respectivas testarudeces aunque ahora la variante situacional me mantenía recelosa. Volvió a tantearse el bulto del regalo, por afuera. Pero no concretó. Contra su costumbre, mi viejo rechazó la copa de vino que le puse al frente. -Qué te trae por aquí-, seguí atreviéndome. Quería precipitar el meollo o nos quedaríamos en los preámbulos. Eludió como si nada: -Qué tal andan las cosas-, dijo. Repliqué que todo normal. Omití el comentario de nuestras penurias; él no las ignoraría. Como había pocas novedades que agregar, repetí que el barrio siempre tranquilo. El mate no iba a pasar de los treinta minutos por más que yo tragaba y tragaba verde superando el cupo de tolerancia de mis intestinos. Lo controlaba esperando que él abriera la boca y se confesara de una vez. O que metiera la mano en el bolsillo y sacara la cosa que me había traído de allá, aunque esto tanto me amedrentaba.
Mi viejo ceba, metido en su gabán y en su mutismo. Yo espero. Él alza el brazo, empuña el termo, me pasa el mate. Cada vez trato de tomarle la mano, para saber, pero él la escamotea indefectiblemente en el instante precedente. Yo intento especular hasta dónde ha averiguado. Qué tendrá que manifestarme al respecto. Pero el viejo sólo tiende los mates y los pone frente a mí. -¿Y allá cómo estás?- indago y no por formalismo. Otra vez me birla su mano. Por favor, que hable.

 Pero sólo replica "bien" siguiendo su costumbre de parquedades, y oculta alguna angustia si es que le retuerce las tripas y si es que tiene tripas. -Bueno, el último-, anuncia y vuelca el resto final de líquido en la calabaza. No quería que llegase el momento en que ese termo se acabara. Insisto, urgida, sobre qué novedades trae y para qué vino o lo mandaron. -Y cómo querés que esté-, reitera, y se ríe con esa sonrisa conocida, en la que falta el canino de cuando creyó que estaba tuberculoso y se moriría, languideciendo día a día en Cosquín, y vomitando a pedazos sus pulmones podridos. Y sin embargo, tuvo tiempo de hacer lo necesario para largarme a este mundo. Mi viejo no sale del "cómo querés que esté" con su cansancio tristón, y cuando me descuido, ya muestra sus espaldas caminando quién sabe adónde y hasta cuándo. Dejándome sin aliento. -¿Y te vas así?-. Se encoge de hombros. -Pero, volverás-, requiero. -A lo mejor-, susurra, siempre de espaldas. Pone la cosa que me trajo en la mesa: algo tenue y palpitante parecido a un lirio azulado, y se marcha. Cuando intento tomar la flor, ésta se desvanece como si hubiera estado pintada con aire. La puerta se cierra tras la espalda de mi padre, en un encuentro como tantos otros, si no fuera porque desde que él se murió hace cuatro años no nos habíamos vuelto a ver.        

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