domingo, 12 de junio de 2016

Marta Becker

Invierno difícil Marta Becker

Isaías Levy escapó junto con su mujer y cuatro hijos de una Europa en ebullición a principios del siglo XX. Junto con él salieron del continente cientos de perseguidos, quienes depositaron todas sus esperanzas en la Argentina, país que prometía mucho y conocían poco. Se hablaba de miles de hectáreas de tierras prósperas en espera de ser trabajadas y ellos traían mucha voluntad y necesidades. 
Viajaron cuarenta días en un barco medio desvencijado, hicieron parada en Cuba, Río de Janeiro y por fin llegaron al puerto de Buenos Aires. La travesía fue agobiante, sobre todo porque no era gente acostumbrada a navegar y, además, hubo falta de comida y atención sanitaria.
Cuando Isaías Levy vio la ciudad, abrió grandes los ojos y mirando al cielo agradeció a su Dios la bendición de tan hermoso lugar. Abrazó a su familia y aún siendo un hombre duro unos lagrimones asomaron en su rostro. 
Pero la alegría duró poco, ya que las autoridades, necesitadas de mano de obra, decidieron enviarlos al campo, lejos de Buenos Aires y cerca de las inclemencias del tiempo y la dureza de todo por hacer. 
Isaías no se quejó, al igual que los otros inmigrantes, pues no tenían opción y allá fueron, con casi lo puesto, hacia un rumbo desconocido y prometedor. 
Las tierras eran áridas, los vientos fuertes, el frío muy frío y el calor abrasador. Pero Isaías trabajó duro, como todos, y de a poco conformaron un pueblo en donde hablaban su propio idioma y seguían sus costumbres religiosas, al mismo tiempo que se adaptaban al nuevo lugar. La comunidad respetaba y era respetada.
Los hijos de Isaías concurrían a la escuela del estado, donde aprendieron a hablar el nuevo idioma con la facilidad propia de la juventud, integrándose así a la sociedad local.
Isaías curtió su rostro al sol y el trabajo fortaleció sus músculos acostumbrados antes a otros menesteres. Su mujer, educada como todas las demás mujeres en la idea de que su función era atender al marido y a los hijos, aceptó sin comentarios la nueva vida y con el tiempo sumó  los hábitos campestres a los suyos propios.
Pasaron unos años y los campos de cubrieron de sembradíos de maíz, que cosechaban en el momento oportuno, siempre y cuando no hubieran pasado por una tormenta fuerte o un período de larga sequía. No era fácil su vida, pero todos los días agradecía, a pesar de las durezas, dónde estaba y lo que tenía.
El invierno de 1940 comenzó temprano. Isaías auguró una temporada difícil, había que almacenar provisiones, así les comentó a sus vecinos en la reunión semanal y entre todos decidieron organizar una cooperativa para afrontar juntos los problemas. 
Todo parecía encarrilado cuando comenzó a llover. 
Y no paró.
Llovió y llovió sin lástima ni descanso durante un mes. 
Y entonces pasó.
El agua barrió literalmente la tierra, la lavó, arrastró todo y en ese acontecer aparecieron miles de huesos humanos que flotaban a la deriva siguiendo la corriente.
Isaías Levy, junto con toda la población, no daba crédito a sus ojos, que de tan grandes que estaban se le salían de las órbitas.
No hubo comentarios, sólo una decisión generalizada que se organizó en silencio, unánime y firme como nunca se armó otra. Salieron como pudieron de los campos anegados, mientras chocaban con los huesos y demás elementos que llevaba el agua, en una huida descontrolada y sin rumbo. Huyeron con la sensación de que la tierra prometida les daba la espalda.
Fue en ese invierno cuando desaparecieron las chacras sembradas de maíz.

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