jueves, 21 de noviembre de 2013

Celia Elena Martínez


Señoras decentes  



Era una aldea campesina de pocas casas y pocos negocios: la farmacia, el almacén de ramos generales, el correo y una pequeña mercería.
En la plaza la Iglesia, una oficina representando al municipio del pueblo cercano y un pobre dispensario que atendía de urgencia para derivar al hospital del conurbano.
Las mujeres del lugar se dividían como en castas: las casadas, las solteras y solteronas, las prostitutas que vivían al final de la villa, las engañadas, las infieles y el grupo de “señoras decentes”.
El conjunto de las “señoras decentes” lo conformaban señoronas viudas de avanzada edad: Juana,  Etelvina, Rosario, Manuela y Amalia. Éstas se reunían todos los sábados a tomar el té y jugar a la canasta, era la excusa 
que usaban en realidad para chusmear del resto de los habitantes,  Amalia era la dueña de casa..
Parloteaban sobre Sofía, que engañaba a su marido con el gasolinero, mientras el esposo estaba en el campo; del médico, el adusto Dr. Ronco, de sus amoríos con las pacientes jóvenes, fueran casadas, solteras o las “boquitas francesas” como llamaban a las mujeres que prestaban sus servicios a los hombres, también de Clotilde que tenía cinco críos de distintos padres, dueña de la mercería con que mantenía a los niños, decían que era fácil abrirse de piernas,  total después” Dios proveerá... “De Justina la solterona que había dejado pasar los años cuidando a sus padres enfermos y ahora ya no tenía ni la lozanía y belleza de joven y que Venancio el compañero de Magdalena la visitaba desde hacía más de veinte años atrás, pero sin ninguna ilusión de casamiento.
La Sra. Amalia, dueña de casa siempre bien vestida, peinada y teñida de un rojo fuerte, las esperaba con ansias porque era rara vez que salía  de su morada.
Las otras se vestían y adornaban sus cuellos con coloridos collares. Todas lucían sus cabezas teñidas y peinados con los ruleros que usaban durante todo el día hasta la hora de salir de casa.
Ellas las “decentes” cuchichiaban de todos porque no provocaban escándalos, iban a misa todos los días confesaban y comulgaban con fervor, única salida de Amalia. El párroco al que llamaban Padre Juan. oficiaba la misa ayudado por un muchacho llamado Benito en honor al santo.
Una noche hubo griteríos en la casa de Amalia, salió desesperada de su casona apenas articulando palabras diciendo que el Padre Juan estaba muerto en su casa, a quien había llamado para confesarse temprano y luego lo había invitado a la comida de la noche .Benito alertado corrió a lo de Amalia y trataba de calmarla, pero ella no tenía consuelo.
Entraron los de la policía llamados por la gente. Ella desesperada no lograba calmarse, les dijo que descompuesto el padre lo había llevado a su dormitorio. Entraron casi a la fuerza porque Amalia en un ataque de nervios se interponía entre la puerta y los hombres de la ley. Llegó un forense y el fiscal del condado vecino.
El forense dijo que había muerto de un infarto masivo y el fiscal anunció que el cura efectivamente estaba en la cama matrimonial de la sra. Amalia y que se encontraba denudo en el lecho..
Entró Benito llorando gritando -Papá, papá-
 Benito tenía 25 años, Amalia había enviudado 10 años atrás.
Ella la “decente” había pecado con su confesor. y abrazando a Benito en un gemido dijo: ¡¡¡hijo mío!!!


 

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