jueves, 21 de noviembre de 2013

Analía Temin


La mujer, las intrusas y la venganza de todas



En el pueblo todos conocían a Capuano, más que por tratarlo personalmente, por lo huraño y solitario. Le decían el “raro” de la casa amarilla descascarada. Con jardín al frente, algunas plantas guachas y pasto crecido. El dormitorio, de ventana muy alta con celosía, daba al jardín, en su interior una cama de bronce con flejes, dos mesas de luz altas, de madera, con tapa de mármol negro. Todo olía a humedad terrosa y a musgo combinado con naftalina.
A continuación del dormitorio, la cocina grande con muebles antiguos pero bien conservados, la mesa de campo cubierta con mantel de hule y en el centro una frutera de cristal con pie, en cuyo interior reposaba, como olvidado, un pequeño artefacto de hierro.
A la izquierda una puerta lateral comunicaba con el patio desde donde un pasillo conducía al jardín y a la entrada de la casa. El baño, separado de la vivienda, en el patio, contaba con una tina bastante oxidada y el excusado que no era más que una letrina antigua y hedionda.
A la derecha otra puerta comunicaba con una galería rectangular donde estaban colgadas las fotos tomadas a los muertos de la familia de Capuano.
 Hace treinta años que Capuano no está. Nunca se aclaró la causa de su muerte. Pudo haber sido suicidio pero también homicidio. Nadie lo investigó. Quizás, muerte por causas naturales o enfermedad. Alguien dijo que por una infección no curada a tiempo. Otros opinaron que fue un accidente, tal vez, una espina de hueso de pollo clavada en la garganta.
En la casa vivía una mujer, se decía de ella que era su ama de llaves, que limpiaba y cocinaba para el dueño de casa. Circulaban varias versiones sobre ellos. Que eran amantes, que ella pagaba, con favores de todo tipo, una deuda cuantiosa que su padre habría contraído con Capuano mucho tiempo atrás. Otros afirmaban con seguridad morbosa, que la había comprado a su abuelo en el monte, pagando por ella un caballo y dos vacas, o que, de no ser así, la habría secuestrado siendo ya un hombre maduro que rondaba los cincuenta años y ella una chiquilla. No faltó quien dijera que era su hija bastarda con la cual sostuvo una relación incestuosa.
Lo cierto es que cuando Capuano murió ella se encargó de su entierro, velorio no hubo pero, vino el fotógrafo  a tomar la foto del muerto para la galería de los retratos de los difuntos de la familia.
Capuano era el último pariente y con su muerte se terminaron el apellido y los herederos. Así fue que ella, cualquiera haya sido su relación con el viejo, pasó a quedarse con todas sus pertenencias y con la casa.
Solitaria, nunca se la vio circular por el pueblo durante el día, en cambio, sí salía de noche, a caminar siempre con su tapado largo, blanco, con una capucha que le cubría la cabeza.
Muy a menudo la frecuentaban en la casa diferentes amantes, vecinos del pueblo, solteros, casados y viudos. Dicen que también tuvo amantes mujeres y que hasta el cura la visitó una vez.
Lo misterioso y macabro fue que todos sus amantes morían trágicamente al poco tiempo de conocerla y todos aparecían con una pequeña letra C marcada a fuego en la frente. Así, el pueblo se fue quedando prácticamente sin hombres, proliferando las viudas y las huérfanas que temiendo por  la integridad de los pocos varones que quedaban vivos, decidieron unirse y tomar la casa para linchar a la mujer a quien acusaban de hacer brujerías y prostituirse con sus maridos y padres.
Una noche esperaron el momento más oscuro para ingresar, silenciosamente, por el pasillo que conducía al patio desde donde se podía acceder a la cocina. Revisaron toda la casa y comprobaron que estaba deshabitada. Con espanto, en la galería de los cuadros de los difuntos, descubrieron un retrato de la mujer que buscaban, colgado a continuación de la foto de Capuano.
Aterrorizadas, entraron en pánico y atropellándose unas con otras en medio de gritos desesperados, imploraciones e injurias, sucumbieron en un gran caos rompiendo todo y huyendo luego de provocar un incendio en la casa.
Se produjo un gran silencio y una vez afuera, las intrusas, se mantuvieron a una distancia prudente de la casa observando cómo el fuego se expandía ganando altura y destruyendo todo.
Por el pasillo lateral que conducía al jardín vieron salir una mujer, con tapado blanco, largo hasta los pies, la cual caminó por la vereda despreocupadamente hasta dar vuelta en la esquina. Las intrusas, estremecidas, no tuvieron el coraje de seguirla.
Cerca del alba, el fuego, que había devorado todo a su paso, se fue extinguiendo. Temerosas, las intrusas se acercaron para observar el siniestro, atraídas por el brillo cristalino de lo que comprobaron era la frutera de cristal, que misteriosamente intacta, contenía en su interior un hierro, candente aún, con la pequeña letra C.


 

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