La mujer, las intrusas y la venganza de todas
En el pueblo todos conocían a Capuano, más que por
tratarlo personalmente, por lo huraño y solitario. Le decían el “raro” de la
casa amarilla descascarada. Con jardín al frente, algunas plantas guachas y
pasto crecido. El dormitorio, de ventana muy alta con celosía, daba al jardín,
en su interior una cama de bronce con flejes, dos mesas de luz altas, de
madera, con tapa de mármol negro. Todo olía a humedad terrosa y a musgo
combinado con naftalina.
A continuación del dormitorio, la cocina grande con
muebles antiguos pero bien conservados, la mesa de campo cubierta con mantel de
hule y en el centro una frutera de cristal con pie, en cuyo interior reposaba,
como olvidado, un pequeño artefacto de hierro.
A la izquierda una puerta lateral comunicaba con el
patio desde donde un pasillo conducía al jardín y a la entrada de la casa. El
baño, separado de la vivienda, en el patio, contaba con una tina bastante
oxidada y el excusado que no era más que una letrina antigua y hedionda.
A la derecha otra puerta comunicaba con una galería
rectangular donde estaban colgadas las fotos tomadas a los muertos de la
familia de Capuano.
Hace treinta
años que Capuano no está. Nunca se aclaró la causa de su muerte. Pudo haber
sido suicidio pero también homicidio. Nadie lo investigó. Quizás, muerte por
causas naturales o enfermedad. Alguien dijo que por una infección no curada a
tiempo. Otros opinaron que fue un accidente, tal vez, una espina de hueso de
pollo clavada en la garganta.
En la casa vivía una mujer, se decía de ella que era
su ama de llaves, que limpiaba y cocinaba para el dueño de casa. Circulaban
varias versiones sobre ellos. Que eran amantes, que ella pagaba, con favores de
todo tipo, una deuda cuantiosa que su padre habría contraído con Capuano mucho
tiempo atrás. Otros afirmaban con seguridad morbosa, que la había comprado a su
abuelo en el monte, pagando por ella un caballo y dos vacas, o que, de no ser
así, la habría secuestrado siendo ya un hombre maduro que rondaba los cincuenta
años y ella una chiquilla. No faltó quien dijera que era su hija bastarda con
la cual sostuvo una relación incestuosa.
Lo cierto es que cuando Capuano murió ella se encargó
de su entierro, velorio no hubo pero, vino el fotógrafo a tomar la foto del muerto para la galería de
los retratos de los difuntos de la familia.
Capuano era el último pariente y con su muerte se
terminaron el apellido y los herederos. Así fue que ella, cualquiera haya sido
su relación con el viejo, pasó a quedarse con todas sus pertenencias y con la
casa.
Solitaria, nunca se la vio circular por el pueblo
durante el día, en cambio, sí salía de noche, a caminar siempre con su tapado
largo, blanco, con una capucha que le cubría la cabeza.
Muy a menudo la frecuentaban en la casa diferentes
amantes, vecinos del pueblo, solteros, casados y viudos. Dicen que también tuvo
amantes mujeres y que hasta el cura la visitó una vez.
Lo misterioso y macabro fue que todos sus amantes
morían trágicamente al poco tiempo de conocerla y todos aparecían con una
pequeña letra C marcada a fuego en la frente. Así, el pueblo se fue quedando
prácticamente sin hombres, proliferando las viudas y las huérfanas que temiendo
por la integridad de los pocos varones
que quedaban vivos, decidieron unirse y tomar la casa para linchar a la mujer a
quien acusaban de hacer brujerías y prostituirse con sus maridos y padres.
Una noche esperaron el momento más oscuro para
ingresar, silenciosamente, por el pasillo que conducía al patio desde donde se
podía acceder a la cocina. Revisaron toda la casa y comprobaron que estaba
deshabitada. Con espanto, en la galería de los cuadros de los difuntos,
descubrieron un retrato de la mujer que buscaban, colgado a continuación de la
foto de Capuano.
Aterrorizadas, entraron en pánico y atropellándose
unas con otras en medio de gritos desesperados, imploraciones e injurias,
sucumbieron en un gran caos rompiendo todo y huyendo luego de provocar un
incendio en la casa.
Se produjo un gran silencio y una vez afuera, las
intrusas, se mantuvieron a una distancia prudente de la casa observando cómo el
fuego se expandía ganando altura y destruyendo todo.
Por el pasillo lateral que conducía al jardín vieron
salir una mujer, con tapado blanco, largo hasta los pies, la cual caminó por la
vereda despreocupadamente hasta dar vuelta en la esquina. Las intrusas,
estremecidas, no tuvieron el coraje de seguirla.
Cerca del alba, el fuego, que había devorado todo a
su paso, se fue extinguiendo. Temerosas, las intrusas se acercaron para
observar el siniestro, atraídas por el brillo cristalino de lo que comprobaron
era la frutera de cristal, que misteriosamente intacta, contenía en su interior
un hierro, candente aún, con la pequeña letra C.
No hay comentarios:
Publicar un comentario