jueves, 21 de noviembre de 2013

Ester Vallbona (España )


Cuentos



Memeces
Esta mañana, mientras navegaba por Internet, se me abrió una página por sorpresa de ésas que te asaltan cuando menos lo esperas y sin avisar. Era el horóscopo para hoy. Sin mucha convicción, pero con algo de curiosidad malsana, y porque no tenía nada mejor en qué perder el tiempo, lo leí: “Un amor perdido vuelve a tu vida, e intentará que todo sea como antes, pero cuidado, tú ya tienes algo bueno que puedes estropear”.
Inmediatamente me maldije a mí misma por haberlo leído. Cerré a toda prisa el ordenador, desconecté el teléfono, la radio, la televisión, bajé todas las persianas, me puse tapones en los oídos, eché la llave de la puerta y de mi alma, cerré los ojos y esperé, rezando para que no sucediera nada. A los cinco minutos, llegó la soledad. En ese instante, descubrí que la predicción se había cumplido. La soledad, ese amor perdido, había vuelto de nuevo a mi vida para tomar posesión de ella. Entonces, abrí los ojos con convicción, la cogí por la solapa, abrí la puerta y la eché a la calle; me quité los tapones de los oídos y se inundaron del murmullo de la vida; subí las persianas y me dejé acariciar por la luz de la mañana; puse la radio, la televisión, y me llené de voces, de risas, de música; conecté el teléfono, el ordenador, y me puse a escribir. ¿Quién me mandará hacer caso de semejantes memeces?, al fin y al cabo, soy tauro, y los tauro no creemos en esas cosas…

Sólo para valientes
Ven, acércate…, más, un poco más, hasta que tus ojos estén tan cerca de los míos que se reflejen en ellos, justo antes de que mi rostro se convierta en un borrón y tengas que cerrarlos para evitar el mareo. Ven, acércate, asómate a ellos, si no te asustan las alturas o, mejor, las caídas en picado. Atrévete a mirar y a preguntar. Ellos son sabios. Tienen todas las respuestas. Bueno, todas no. Las preguntas triviales para otro momento. Pero ésas que realmente te interesan, ésas sí las conocen. Puedes probar y verás. Pero, antes, un consejo: no busques una respuesta que no quieras escuchar.
Anda, acércate lo suficiente para que nuestras respiraciones se confundan, calientes, contenidas, para que nuestros labios intuyan sus respectivas formas, sus relieves, y da el paso, no te prives, adelanta un milímetro más el rostro y serán tuyos. Mis labios se dejarán llevar a donde quieras llevarlos, mecidos, sostenidos, pero no te fíes, en cuanto despierten tomarán el control, y entonces ya no podrás escapar a ellos. Entonces marcarán las reglas de este juego. Es mejor que huyas ahora que estás a tiempo.
O quédate, atrévete, si eres amante de las emociones fuertes, si crees que hay besos que pueden detener el tiempo, dar la vida, combatir la pena, encadenarte, liberarte, transportarte muy lejos, traerte de vuelta a cada embate, vaciarte para después llenarte, sólo eso y todo eso, en fin, tú decides.

Buen viaje
Como si de un sombrero se tratara, el viento se lleva hoy mi pensamiento muy lejos, en pos de ti, y tan rápido que resulta inútil que intente recuperarlo, me sería imposible alcanzarlo por más que tuviera las botas de siete leguas. Va en tu busca, lo sé, es cabezota como yo, y no cejará en su empeño hasta que te encuentre. Entonces mudará su forma y será invisible caricia, será perfume tibio o suave brisa. Luego regresará, acaso a lomos de otro viento, y traerá de vuelta un brillo mágico en sus ojos, profundamente conmovidos, y sabré que lo has reconocido, que me has reconocido, y has sonreído.

Sin tiempo
Hoy te escribo desde ningún lugar en concreto, en un día cualquiera, así que no voy a dignarme a procurarle a esta carta una estructura formal. ¿Para qué? Va a durar muy poco. Exactamente lo mismo que la anterior. Además, hace tiempo que desaparecieron los formalismos entre tú y yo. Hace tiempo que las palabras y los gestos se despojaron de sus ropajes y dejaron de significar lo que esperábamos de ellos.
Quizá fue ése mi error, consentir que fueran diluyéndose hasta dejar en desuso nuestro lenguaje secreto.
Por desgracia, no supe ver a tiempo las señales en tus ojos, no supe leer en ellos una huida desesperada hacia ninguna parte o hacia cualquier lugar, pero lejos
Y es que los cuentos ya no son lo que eran. Las princesas de hoy ya no creen en príncipes azules. Ya no suspiran por ser rescatadas de las garras de dragones por aguerridos caballeros de armaduras relucientes. Ya no tejen bordados esperando pacientemente a ser desposadas. Las princesas de hoy, como mi princesa, saben muy bien lo que quieren. Saben que hay mucho sapo suelto, disfrazado de príncipe, que seguirá siendo sapo tras el primer y último beso. Por eso están bien solas, tranquilas, dueñas y señoras de su castillo y de su vida, aunque de vez en cuando sientan una punzada de soledad. Quizá entonces hubiera estado a tiempo de hacer algo, y ahora no estaría escribiéndome esta ridícula misiva; porque sí, en realidad es para mí. Jamás podrá llegarte. Porque un día decidiste dejar de ser mi puerto y abandonaste el faro que guiaba mis oscuras brumas. Así, simplemente, sin acuse de recibo, renunciaste a su cuidado y su luz se fue apagando poco a poco, sin importarte que me hiciera añicos contra la roca al acercarme a ciegas.  
  Y ahora te escribo, me escribo, desde esta isla baldía, sin amarre, pero debo apurarme. Ya viene, ya la veo acercarse, apenas unos segundos… No falta a su cita. Cada minuto exacto llega esa ola, inusualmente intensa, para llevarse mis palabras, aún calientes, inacabadas, y borrar de la arena, una y otra vez, todo rastro de…


Hoy te escribo desde ningún lugar en concreto, en un día cualquiera…


De príncipes y princesas
 
  10:00 de la mañana. Imagino a mi princesa, despierta quizá no hará mucho, arrastrando sus cansados pies hasta el lavabo y, asomada al espejo, preguntándole a su rostro fatigado por qué narices se dejaría convencer para quedar con el aprendiz de príncipe.

No, este príncipe no lo va a tener nada fácil. Sobre todo, porque ella no está demasiado por la labor.

11:15 Seguramente, ahora, el aprendiz de príncipe, comido de nervios, ensayará una y otra vez su mejor perfil, su postura más varonil, y repasará mentalmente el listado de temas más o menos ocurrentes con los que confía llamar la atención de la princesa. Rebuscará en su memoria anécdotas divertidas que le hagan quedar bien y, si es necesario, no reparará en adornarlas con retazos de su propia cosecha. Por supuesto, no descuidará lo más importante: sacar brillo a su montura, que hay que dar buena impresión…
Lo que, sin duda, no imagina es que mi princesa no es como las demás. A ella no la encandilan los supuestos héroes con su retahíla de grandes hazañas, sino las pequeñas gestas de esos héroes anónimos que, día tras día, dan lo mejor de sí sin pedir nada a cambio. No la deslumbran los lujosos corceles, le basta un paseo a pie que le permita disfrutar de esos pequeños placeres que suelen pasar inadvertidos a la mayoría, la sonrisa de un niño, el sutil e inesperado aroma de una flor o el dulce y azucarado de una pastelería, una curiosa forma en la nube que se disipa, el aleteo travieso de dos pájaros, la curiosa disposición de colores de la ropa tendida en un balcón, un acorde misterioso mecido por el viento…  

Y entonces, sólo entonces, puede que él tenga la suerte de verla emocionarse, la mirada perdida, e incluso se haga la ilusión de que ha tenido algo que ver en ello y que todo va viento en popa, y puede que hasta se atreva a comentarle algo al respecto, pero lo que ignora es que, en ese instante, ella ya no lo ve ni lo escucha, su atención hace rato que voló muy lejos, en busca de la persona con quien le gustaría compartir realmente ese momento.


 

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