Cuentos
Memeces
Esta mañana, mientras
navegaba por Internet, se me abrió una página por sorpresa de ésas que te
asaltan cuando menos lo esperas y sin avisar. Era el horóscopo para hoy. Sin
mucha convicción, pero con algo de curiosidad malsana, y porque no tenía nada
mejor en qué perder el tiempo, lo leí: “Un amor perdido vuelve a tu vida, e intentará
que todo sea como antes, pero cuidado, tú ya tienes algo bueno que puedes
estropear”.
Inmediatamente me maldije a
mí misma por haberlo leído. Cerré a toda prisa el ordenador, desconecté el
teléfono, la radio, la televisión, bajé todas las persianas, me puse tapones en
los oídos, eché la llave de la puerta y de mi alma, cerré los ojos y esperé,
rezando para que no sucediera nada. A los cinco minutos, llegó la soledad. En
ese instante, descubrí que la predicción se había cumplido. La soledad, ese
amor perdido, había vuelto de nuevo a mi vida para tomar posesión de ella. Entonces,
abrí los ojos con convicción, la cogí por la solapa, abrí la puerta y la eché a
la calle; me quité los tapones de los oídos y se inundaron del murmullo de la
vida; subí las persianas y me dejé acariciar por la luz de la mañana; puse la
radio, la televisión, y me llené de voces, de risas, de música; conecté el
teléfono, el ordenador, y me puse a escribir. ¿Quién me mandará hacer caso de
semejantes memeces?, al fin y al cabo, soy tauro, y los tauro no creemos en
esas cosas…
Sólo para valientes
Ven, acércate…, más, un poco
más, hasta que tus ojos estén tan cerca de los míos que se reflejen en ellos,
justo antes de que mi rostro se convierta en un borrón y tengas que cerrarlos
para evitar el mareo. Ven, acércate, asómate a ellos, si no te asustan las
alturas o, mejor, las caídas en picado. Atrévete a mirar y a preguntar. Ellos
son sabios. Tienen todas las respuestas. Bueno, todas no. Las preguntas triviales
para otro momento. Pero ésas que realmente te interesan, ésas sí las conocen.
Puedes probar y verás. Pero, antes, un consejo: no busques una respuesta que no
quieras escuchar.
Anda, acércate lo suficiente
para que nuestras respiraciones se confundan, calientes, contenidas, para que
nuestros labios intuyan sus respectivas formas, sus relieves, y da el paso, no
te prives, adelanta un milímetro más el rostro y serán tuyos. Mis labios se
dejarán llevar a donde quieras llevarlos, mecidos, sostenidos, pero no te fíes,
en cuanto despierten tomarán el control, y entonces ya no podrás escapar a
ellos. Entonces marcarán las reglas de este juego. Es mejor que huyas ahora que
estás a tiempo.
O quédate, atrévete, si eres
amante de las emociones fuertes, si crees que hay besos que pueden detener el
tiempo, dar la vida, combatir la pena, encadenarte, liberarte, transportarte
muy lejos, traerte de vuelta a cada embate, vaciarte para después llenarte,
sólo eso y todo eso, en fin, tú decides.
Buen viaje
Como si de un sombrero se
tratara, el viento se lleva hoy mi pensamiento muy lejos, en pos de ti, y tan
rápido que resulta inútil que intente recuperarlo, me sería imposible alcanzarlo
por más que tuviera las botas de siete leguas. Va en tu busca, lo sé, es
cabezota como yo, y no cejará en su empeño hasta que te encuentre. Entonces
mudará su forma y será invisible caricia, será perfume tibio o suave brisa. Luego
regresará, acaso a lomos de otro viento, y traerá de vuelta un brillo mágico en
sus ojos, profundamente conmovidos, y sabré que lo has reconocido, que me has
reconocido, y has sonreído.
Sin tiempo
Hoy te escribo desde ningún
lugar en concreto, en un día cualquiera, así que no voy a dignarme a procurarle
a esta carta una estructura formal. ¿Para qué? Va a durar muy poco. Exactamente
lo mismo que la anterior. Además, hace tiempo que desaparecieron los
formalismos entre tú y yo. Hace tiempo que las palabras y los gestos se
despojaron de sus ropajes y dejaron de significar lo que esperábamos de ellos.
Quizá fue ése mi error,
consentir que fueran diluyéndose hasta dejar en desuso nuestro lenguaje
secreto.
Por desgracia, no supe ver a
tiempo las señales en tus ojos, no supe leer en ellos una huida desesperada
hacia ninguna parte o hacia cualquier lugar, pero lejos
Y es que
los cuentos ya no son lo que eran. Las princesas de hoy ya no creen en príncipes
azules. Ya no suspiran por ser rescatadas de las garras de dragones por
aguerridos caballeros de armaduras relucientes. Ya no tejen bordados esperando
pacientemente a ser desposadas. Las princesas de hoy, como mi princesa, saben
muy bien lo que quieren. Saben que hay mucho sapo suelto, disfrazado de
príncipe, que seguirá siendo sapo tras el primer y último beso. Por eso están
bien solas, tranquilas, dueñas y señoras de su castillo y de su vida, aunque de
vez en cuando sientan una punzada de soledad.
Quizá
entonces hubiera estado a tiempo de hacer algo, y ahora no estaría
escribiéndome esta ridícula misiva; porque sí, en realidad es para mí. Jamás
podrá llegarte. Porque un día decidiste dejar de ser mi puerto y abandonaste el
faro que guiaba mis oscuras brumas. Así, simplemente, sin acuse de recibo,
renunciaste a su cuidado y su luz se fue apagando poco a poco, sin importarte
que me hiciera añicos contra la roca al acercarme a ciegas.
Y ahora te escribo, me escribo, desde esta isla baldía, sin amarre, pero debo apurarme. Ya viene, ya la veo acercarse, apenas unos segundos… No falta a su cita. Cada minuto exacto llega esa ola, inusualmente intensa, para llevarse mis palabras, aún calientes, inacabadas, y borrar de la arena, una y otra vez, todo rastro de…
10:00 de la mañana. Imagino a mi princesa, despierta quizá no hará mucho, arrastrando sus cansados pies hasta el lavabo y, asomada al espejo, preguntándole a su rostro fatigado por qué narices se dejaría convencer para quedar con el aprendiz de príncipe.
Lo que,
sin duda, no imagina es que mi princesa no es como las demás. A ella no la encandilan
los supuestos héroes con su retahíla de grandes hazañas, sino las pequeñas
gestas de esos héroes anónimos que, día tras día, dan lo mejor de sí sin pedir
nada a cambio. No la deslumbran los lujosos corceles, le basta un paseo a pie
que le permita disfrutar de esos pequeños placeres que suelen pasar
inadvertidos a la mayoría, la sonrisa de un niño, el sutil e inesperado aroma
de una flor o el dulce y azucarado de una pastelería, una curiosa forma en la
nube que se disipa, el aleteo travieso de dos pájaros, la curiosa disposición
de colores de la ropa tendida en un balcón, un acorde misterioso mecido por el
viento…
Y entonces, sólo entonces, puede que él tenga la suerte de verla emocionarse, la mirada perdida, e incluso se haga la ilusión de que ha tenido algo que ver en ello y que todo va viento en popa, y puede que hasta se atreva a comentarle algo al respecto, pero lo que ignora es que, en ese instante, ella ya no lo ve ni lo escucha, su atención hace rato que voló muy lejos, en busca de la persona con quien le gustaría compartir realmente ese momento.
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