La mudanza
Nací
y crecí en la vieja casona del siglo XVIII que por generaciones perteneció a mi
familia.
Estaba
ubicada en el bosque, tenía dos torres y un mirador con amplios ventanales en
forma de ojiva y numerosas ventanas con persianas que casi nunca se abrían. La
rodeaba un frondoso jardín tan tupido que en algunas partes se veía mustio y en
otras crecían los árboles abriéndose paso a través del sol que se filtraba
intrépido.
Por
fuera lucía tenebrosa. Por dentro era oscura, olía a humedad y los muebles
crujían de viejos. Como en los cuentos macabros, la pared de la escalera
principal estaba tapizada todo a lo largo con cuadros de los habitantes
anteriores, con cara de pocos amigos y mirada triste o aburrida, no sabría
distinguir entre una u otra.
Vivía
yo con mis padres cuando ambos perecieron en un desafortunado accidente automovilístico,
que los llevó al más allá sin previo aviso.
Terminados
los trámites legales los cuerpos fueron incinerados y me encargué de depositar
a los dos juntos –así lo habían dispuesto hacía muchos años cuando hablaban del
futuro- en una urna de marfil tallada primorosamente. Siempre decían que se
habían unido para siempre en la vida y debían estar también así en la otra
dimensión.
Quién
era yo para no cumplir con sus deseos.
Pero
cuando el abogado de la familia leyó el testamento quedé muda. Establecía que
yo debía vivir hasta mi último suspiro en la casa, para conservar el legado
familiar.
Fue
el momento en que tomé una drástica decisión. Tenía que salir de la casona,
mudarme y comenzar una nueva vida. Aunque tarde pero no imposible era mi oportunidad de huir de los mandatos, de
transitar libre y sin presiones.
Malvendí
la casona y me mudé a una coqueta casita
bien lejos, pero como no quise faltar tanto a los términos del legado
llevé conmigo los cuadros y por supuesto la urna con las cenizas de mis padres.
Obsesionada
con los relatos de fantasmas, ánimas que reclaman, muertos que lloran el
destierro y otros cuentos, todas las noches me tomaba dos poderosos calmantes
para dormirme bien profundo y no ver ni oír nada. Menos todavía quería escuchar
el reclamo de mis padres por no haber cumplido con sus deseos.
Transcurrieron
los meses y cada noche necesitaba aumentar la dosis de medicación para poder
dormir. Me levantaba cada vez más tarde, en un estado de sopor imposible de describir.
Ocurrió
así que las noches estaban vacías, pero por las tardes veía a mis padres que salían
de la urna y, abrazados, lloraban y me miraban con reproche. Tantas veces los
vi que decidí eliminar la visión con más pastillas, de esa manera también
estarían vacías las horas vespertinas.
Tanto
tomé que todo se volvió calma.
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