jueves, 21 de noviembre de 2013

Marta Becker


   La mudanza



Nací y crecí en la vieja casona del siglo XVIII que por generaciones perteneció a mi familia.
Estaba ubicada en el bosque, tenía dos torres y un mirador con amplios ventanales en forma de ojiva y numerosas ventanas con persianas que casi nunca se abrían. La rodeaba un frondoso jardín tan tupido que en algunas partes se veía mustio y en otras crecían los árboles abriéndose paso a través del sol que se filtraba intrépido.
Por fuera lucía tenebrosa. Por dentro era oscura, olía a humedad y los muebles crujían de viejos. Como en los cuentos macabros, la pared de la escalera principal estaba tapizada todo a lo largo con cuadros de los habitantes anteriores, con cara de pocos amigos y mirada triste o aburrida, no sabría distinguir entre una u otra.
Vivía yo con mis padres cuando ambos perecieron en un desafortunado accidente automovilístico, que los llevó al más allá sin previo aviso.
Terminados los trámites legales los cuerpos fueron incinerados y me encargué de depositar a los dos juntos –así lo habían dispuesto hacía muchos años cuando hablaban del futuro- en una urna de marfil tallada primorosamente. Siempre decían que se habían unido para siempre en la vida y debían estar también así en la otra dimensión.
Quién era yo para no cumplir con sus deseos.
Pero cuando el abogado de la familia leyó el testamento quedé muda. Establecía que yo debía vivir hasta mi último suspiro en la casa, para conservar el legado familiar.
Fue el momento en que tomé una drástica decisión. Tenía que salir de la casona, mudarme y comenzar una nueva vida. Aunque tarde pero no imposible era mi  oportunidad de huir de los mandatos, de transitar libre y sin presiones.
Malvendí la casona y me mudé a una coqueta casita  bien lejos, pero como no quise faltar tanto a los términos del legado llevé conmigo los cuadros y por supuesto la urna con las cenizas  de mis padres.
Obsesionada con los relatos de fantasmas, ánimas que reclaman, muertos que lloran el destierro y otros cuentos, todas las noches me tomaba dos poderosos calmantes para dormirme bien profundo y no ver ni oír nada. Menos todavía quería escuchar el reclamo de mis padres por no haber cumplido con sus deseos.
Transcurrieron los meses y cada noche necesitaba aumentar la dosis de medicación para poder dormir. Me levantaba cada vez más tarde, en un estado de sopor imposible de describir.
Ocurrió así que las noches estaban vacías, pero por las tardes veía a mis padres que salían de la urna y, abrazados, lloraban y me miraban con reproche. Tantas veces los vi que decidí eliminar la visión con más pastillas, de esa manera también estarían vacías las horas vespertinas.

Tanto tomé que todo se volvió calma.
 

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