La pecera
Los ojos oblicuos destilaban recelo, la recién
llegada no era bien recibida, ella pensó que venía a alterar la paz, su paz. El
desparpajo con que se movía era augurio de problemas.
La miraba desde su rincón, estática, sin mover un
solo músculo, como un púgil antes de iniciar la pelea del siglo. El gran trofeo
era él que estaba con candidez flotando sobre una nube de fantasías.
Hasta ese momento la vida había sido tranquila,
habían convivido mansamente compartiendo el pan diario, los requiebros, los
coqueteos. También ella sabía mover su cuerpo audazmente y seducirlo, entonces
los ojos de él se agrandaban para mirarla, para decirle cuánto la deseaba. ¡Y
cómo gozaban los acercamientos y esos contactos piel a piel mientras se dejaban
estar disfrutando su intimidad!
Ella no necesitaba más para ser feliz.
Pero ahora llegaba “esa”, entraba por la puerta grande,
desplegaba sus encantos en ese contorneo rítmico; sus ojos se convertían en
dardos dirigidos hacia él y su boca se entreabría sensualmente y se volvía a
cerrar ofreciendo un largo beso apasionado.
Él parecía no darse cuenta, estaba quieto pero
blando; ella quiso creer que miraba sin ver pero no podía evitar estar a la
espera de un signo, una señal que le indicara que ella seguía siendo la
preferida. Pero esa señal no llegaba y sus dudas crecían como plantas en
tierras recién abonadas.
Esperó el tiempo que su inquietud juzgó
indispensable, luego, lentamente se fue colocando entre la recién llegada y él;
sin darse cuenta sus movimientos eran sinuosos, sensuales. Estaba compitiendo,
quería ensombrecer los encantos de la rival.
De pronto, a través del cristal, se insinuaron dos
grandes ojos azules trasparentes de inocencia. Luego surgió una sombra larga y
delgada que descendió amenazante y cinco diminutos dedos asieron con firmeza el
pequeño cuerpo de él sacándolo de su elemento. Entrecortados resoplidos indicaron
su agonía. Ella paralizada sólo atinó a mirar a la recién llegada, sus ojos la
acusaron de todo lo que ocurría; sólo ella podía tener la culpa. La otra siguió
nadando sensualmente en la pecera, no había perdido nada.
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