viernes, 25 de octubre de 2013

Carlos Margiotta



Parque Lezama Carlos Margiotta

El rumor se extendió rápidamente como el agua del mar desparramándose sobre una playa desierta. Dicen que empezó a correr en la cocina y terminó en el puesto de guardia más lejano del cuartel, mientras estaba nevando. El coronel Arévalo había dispuesto una licencia de 48 horas para la tropa, después de la celebración del 9 de Julio, cuando el regimiento debería desfilar en la plaza de la pequeña ciudad encalvada en la cordillera.
El ánimo de los soldados volvió a encenderse como el 20 de junio. ¡Sí, Juro! habían gritado al unísono en el patio del cuartel frente a la bandera, haciendo estremecer las cumbres nevadas para convertir a los reclutas en verdaderos soldados.
Hacía seis meses que estaban allí, tan cerca Dios y tan lejos del mundo. Apenas algunas salidas al pueblo, en las tardes del fin de semana, donde los esperaban el bar con el billar y el metegol, y en el recodo del camino de ripio, el prostíbulo de Anita. "Para hacer una visita higiénica", decía el sargento Jiménez, mientras les repartía un forro a cada uno en el portón de la cuadra. Seis meses de orden cerrado, ¡carrera mar... cuerpo a tierra... alto... firmes... descanso... salto de rana... parecen vacas cansadas! Prácticas de tiro, instrucción militar, cortar el pasto, limpiar los caballos... el soldado es mudo, sordo y ciego... el soldado no piensa, obedece... el soldado no siente, cumple órdenes. Sin embargo, y a pesar de todo, para muchos el cuartel era su mejor hogar. Estaban bajo techo protegidos de las inclemencias, aprendían a leer y a escribir con el maestro Cosentino, comían tres veces por día sentados a la mesa con cuchillo y tenedor, se bañaban todos los días en la ducha, dormían en una cama, y tenían un padre, el ejército, que velaba por ellos. Para otros, en cambio, era someterse a un verdadero destierro lleno de privaciones sólo para cumplir con la ley del servicio militar obligatorio.
Al soldado clase 56 Zabala José, la noticia le iluminó la cara. Hacía rato que extrañaba las comodidades de su habitación en la casita de Monte Grande con sus discos y afiches colgados en la pared sin pintura, a su madre ocupada con los mellizos, a sus amigos, y a Marta, sobre todo a Marta y sus besos. La piba que había conocido en la cancha de patín del club Defensores cuando ambos tenían 17 años. Todas las semanas le escribía en secreto cartas de amor sabiendo que algunas no llegarían a destino, porque siempre hay otras prioridades para el correo que las de un simple soldado. Tiempo atrás el teniente Garay había interceptado una de ellas en el momento que Zabala escribía en el puesto de centinela. "¡Déjese de escribir pelotudeces, soldado. Y vigile, que para eso está.!" Dicen que el teniente evitó de mandarlo al calabozo conmovido por la calidad poética del texto.
Esa misma noche el rumor fue confirmado después de la cena por el sargento Jiménez y las expectativas con sus comentarios recorrieron la cuadra. Zabala calculó las horas que le llevaría viajar en tren a Constitución, encontrarse con Marta y volver al cuartel en el plazo previsto. Ocho horas tengo, y sonrió.
El 9 de Julio desfilaron con el uniforme de combate delante de un pueblo agradecido que los saludaron con los pañuelos al viento (días antes un episodio, sin consecuencias, en la frontera con una patrulla chilena, había alertado a la población). Las familias colmaron la plaza, a pesar del frío, y los chicos de las escuelas agitaban banderitas argentinas mientras la banda frente al palco de autoridades, ejecutaba su repertorio de marchas militares. Después, en el cuartel, se cambiaron de uniforme y se formaron en el patio esperado las instrucciones que el teniente Garay iba a ordenar para la licencia. “¡Soldados, en el día de nuestra independencia, tienen el privilegio que pocas veces la patria les otorga de tomarse un descanso para encontrarse con sus seres queridos...!”
Zabala se imaginó subiéndose al camión que lo llevaría a la estación de trenes de la ciudad, y allí ascendiendo en el vagón de segunda clase con asientos de madera donde los conscriptos no pagaban boleto. Vio a la máquina de vapor exhalar el humo blanco y caminar por las vías sinuosas de la montaña. Vio subir y bajar gente humilde con sus rostros curtidos por el viento cargando bolsos, vio llevar algún animal pequeño, vio comer pan con queso de cabra, embutidos y pastelitos. Vio a otros soldados que viajaban a Buenos Aires, vio el paisaje vacío de verdes y los ojos verdes de Marta.
¡... Han llegado aquí como nenes de mamá y hoy vuelven como hombres. Sepan apreciar la tarea que el ejército hace por ustedes y espero que algún día puedan reconocerlo...!”
“Cuando llegó a Constitución se puso el capote y se despidió de sus compañeros. Buscó un teléfono para llamarla. Se encontrarían en el Parque Lezama, ella vendría con el jean ajustado y el gamulane tostado. Se darían un enorme beso en la elevación de Martín García y ella le haría cosquillas en el pecho haciéndolo reír. Después irían al hotelucho de la calle Brasil para acariciarse toda la tarde, beso tras beso. 
"¡... Pasado mañana los quiero ver a todos a las 12 del mediodía, la única razón por la cual justificaré su ausencia es que estén muertos! ¡Me entendieron!"
“¡Sí mi teniente!”, contestaron.
Tomarían un café con leche y media lunas en el bar de la estación y Marta lo acompañaría por el anden hasta el vagón de segunda clase para despedirlo. Antes de partir le haría otra vez cosquillas en el pecho que lo hacían reír inconteniblemente.
“¡... Y usted soldado, de qué se ríe…!”
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“¡Soldado, me escucha carajo...!”
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Cuando volvió de su ensoñación, el soldado Zabala, vio partir a sus compañeros desde la celda del cuartel.

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