lunes, 1 de octubre de 2012

RUTH PATRICA RODRÍGUEZ- Ecuador



LOS TEMPRANOS LLEGAN TARDE

Era la primera vez que se atrevía a estar sin alguien. Hasta entonces había sorteado la soledad, aferrándose a la presencia de cualquier ser existente que pasaba por su vereda. Desde los mendigos hasta los voceadores de periódicos, todos la conocían en el barrio; su conversación era fluida con los perros y canarios o con los geranios que colgaban de su balcón. No aparentaba cincuenta años, pues su carácter era alegre y hasta cierto punto caprichoso si el silencio se hacía insoportable y exigía asirse de las paredes con tal de no encontrarse a solas. La música siempre salía hacia afuera por algún resquicio de las ventanas. Pero ese día, el mundo se paró y, aunque cerró los ojos para no ver, sintió que todos los cuerpos salieron despedidos, no había inercia y sus huesos se estremecían al contarle un secreto bajo la piel. De pie y sin nadie, apenas con un poco de sí que sostenía su columna madura, advertía que era tiempo de encontrarse. El miedo a lo desconocido era una frase hecha para las películas de ciencia ficción, pero en ese instante empujaba patética, avergonzaba, le imprimía una huella de orfandad. Tan solo el eco de la ciudad le llegaba como aviso de que allá afuera había un rostro que la esperaba; quizá algún doble suyo que necesitaba ser rescatado para empezar a ser.
Entonces salió, dio el paso hacia las calles frías de la noche. La epidermis del mundo era ahora tan real; no se inmutaba por el tránsito de aquella mujer que deseaba volver a caminar; nadie advertía la indefensión de su desnudez; su fantasma liviano besaba la mirada distraída de los transeúntes y  se apiadaba de las cargas de tristeza: los seres humanos eran hermosos y no lo sabían; avanzaban sonámbulos, acarreando el bulto del cuerpo y extendiéndose hacia el auxilio de un horizonte jamás prometido. Todos regresaban de sus fábricas de sobrevivencia. Ella también, a su modo, resistía al sueño de querer despertarse; simulaba hacerlo, pero al rato se sentía apegada a las sábanas de la imaginación: ¿dónde estaba, en qué lugar de la vigilia se encontraba perdida?
Apareció un hombre al final de la avenida con actitud de espera. Ella llegaba puntual sin haberse sentido llamada, aunque por esas cosas raras de la intuición sabía que el universo había acertado con un abrazo matemático. ¡Qué hermoso era! Tenía en su mirada fugitiva la incomprensión del dolor y por añadidura una sonrisa de muchacho que apostaba todo por besar. Eran, pues, seres desiguales que intentaban una ecuación perfecta y se daban la mano: él y su pudor, ella y su arrebato. Estoy cerca de casa, te invito a descansar un rato, le dijo. El joven, aunque ruborizado, aceptó perder su virginidad. Para entonces, ella ya no estaba soñando; él, sí.
El día siguiente fue un mágico despertar junto al candor, un desahogado sueño después del desafío a la tempestad de media noche. Ella y él, vestidos de jardín sobre la alfombra de una vida que amenazaba inoportuna, pero que en esos momentos no parecía importar. Sólo al cabo de un año, Sofía se dio cuenta del error, cuando las preguntas del adolescente fueron en aumento: ¿de verdad me amas?, ¿cómo lo sé, si es la primera vez que me han amado? Ella pasaba su mano de vieja ternura por su cabeza endurecida de celos;  dentro de ésta acechaban canciones y telenovelas de traición; pruebas suficientes para no creer en nadie, ni siquiera en el primer amor.
Veo las cosas como son, yo las siento, tú mientes, insistía Mateo, mientras lanzaba un dardo a su pupila negra. Entonces ella recordaba los pasos cuando era tan indemne como él y cuando presentía que había mucho por doler en adelante; por eso lo escuchaba con ternura de madre y se golpeaba el pecho entre el humor de un destiempo que, sin embargo, le retiraba todas las culpas.
-¿Serás tú a quien yo entregue para ser subastada a los mercenarios de mi miedo? ¿Serás tú quien de verdad dices que me amas? ¿Cómo puedes amarme si todavía no soy yo?
- Seré la primera fusilada por tus manos, Mateo.
El destino, ese ser de caminos atravesados, se reía otra vez poniéndose en fila para dar la orden de avanzar hacia aquel miocardio femenino. Era justo acabar con la insensata mujer que había decidido ser feliz en el momento equivocado; era razonable olvidar a la minúscula solitaria que osaba burlar las leyes de la reparación, y enseñarle a su querubín a ser seguro. Pero el rayo venía implacable y mataba. Ella moría y por desgracia seguía respirando sin recordar cuál era su nombre; apenas una brizna venida de los árboles parecía soplarlo. Desde el centro del patio del antiguo manicomio, el viento susurró "Sofía" y ella regresó a ver.
Hasta aquí le han sucedido tantas muertes; ahora, una diagnosticada resurrección anuncia una paz definitiva.  Sofía se incorpora y ve al cielo. Una nube choca contra otra que tiene forma de querubín. Cada encuentro conlleva inevitablemente una despedida, dice. Ella logra palparse, sigue viva. La pubertad de ese amor continúa doliendo en su vientre; sus estropeados amores, en cambio, tienen lápida. Camina y ya no quiere entender por pereza o incredulidad. Es mejor y no sabe si es mejor respirar los olores entremezclados de la cocina y del cuarto de enfermería. Cientos de ojos que ella ve pasar se esquivan por los corredores, no se detienen frente a ella, no la tocan, tienen su propia historia que dejar en los expedientes. Un encuentro es realmente un encuentro y no hay muchos, repite incesantemente. Ella lo sabe, pero él, Mateo, tendrá que descubrirlo por sí sólo, yendo al panteón varias veces. Quizá a esta altura haya tenido suerte, tal vez haya encontrado una joven virgen, haya tenido muchos hijos y haya sido feliz. Sofía arquea las cejas, inclina la cabeza y comprende que no todos los príncipes son bondadosos y acuden a visitar a las locas.

Publicado por Ester Mann en   Etiquetas.

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