martes, 23 de octubre de 2012

NOLO VASA KRER


EL ANTICUARIO

(O DE CÓMO CORA L. NEGRO SE CRUZÓ CON  NOLO VASA KRER)

Durante muchos años recorrió el mismo camino que lo llevaba de regreso a su casa. Cada día encontraba ocupaciones y entretenimientos diversos que lo alejaban en muchas direcciones, pero siempre volvía a su reducto. Los vecinos y amigos lo reconocían a la distancia porque su forma de andar era muy especial. Mantenía la cabeza erguida pero sin altanería y sus pasos eran firmes pero con suave taconeo. Al cruzarlo, te miraba directamente a los ojos y mostraba un semblante distendido y casi sonriente. Rara vez intercambiaba palabras aunque no dejaba de saludar amablemente. Todos sabían que era crítico de arte y lo llamaban El Anticuario. Como tal, atesoraba en su casa algunas obras de valor que había adquirido en épocas de bonanza. En los últimos años se mantuvo alejado de las subastas aunque sabía reconocer el valor de las piezas que estaban en oferta. Simplemente no le interesaban y pocas veces levantaba la vista para apreciarlas mejor. Su meta era mantener y cuidar sus posesiones hasta que llegara el fin.
Hace poco más de un año abrieron un comercio de exposición y venta de pinturas y esculturas en una de las calles que El Anticuario recorría. Se interesó en las obras expuestas en los escaparates y comenzó a visitar el negocio casi a diario. Mantenía entusiastas conversaciones con su propietario y con otros colegas que compartían su mismo interés. Evaluaban juntos cada pieza y daban sus opiniones sobre el real valor comercial y artístico. Había quienes gustaban de la pintura renacentista y por ello la sobrevaluaban; otros eran fanáticos de las pequeñas esculturas, y así cada uno con sus preferencias. El Anticuario trataba de mantenerse objetivo, pero había una obra que, por alguna razón, lo atraía sobremanera. Nunca evidenció esta preferencia y buscaba estar a solas para contemplarla arrobado.
Algo extraño pasó una tarde de primavera. Parece que un rayo de sol impactó sobre esa delicada Náyade de porcelana y su reflejo le dio directo en los ojos. Por supuesto que, siendo su preferida, este simple hecho lo conmovió. Trató de no pensar en ello recordándose que las obras de arte que poseía eran más que suficientes a esta altura de su vida. Además, se trataba de una diosa esculpida hacía pocos años, lo cual la hacía incompatible con las apetencias lógicas de un anticuario. En una segunda oportunidad, ya sin rayo de sol, el fenómeno se repitió pocos días después y por un lapso más prolongado de tiempo. Aquí ya no pudo, ni quiso, encontrar explicación lógica a estos hechos. Interpretó que la figura de porcelana se estaba comunicando con él y pedía que le demostrara abiertamente que era su favorita.
A partir de ese momento la vida de El Anticuario cambió totalmente. Tomó coraje y, cuidando que nadie lo viera, acarició el preciado tesoro. Nuevamente, sorprendentemente, resplandeció. Con mucho miedo repitió varios días la experiencia y siempre con el mismo resultado: la porcelana se hacía más translúcida y mostraba su perfección y armonía.
Debía apropiarse de esa mágica obra de arte!!! Y era realmente mágica porque tenía sobre él un poder transformador. Ocupaba su mente durante gran parte del día. Lo impulsaba a inventar mil excusas para acercarse a ella. Su rostro, otrora casi adusto, reflejaba una alegría interior difícil de disimular. Sus amistades le confesaron que había cambiado hasta su forma de andar, casi se deslizaba sobre el piso.
Nunca antes pensó poseer una pieza tan valiosa, pero su locura lo llevó a creer en los milagros y que la ninfa del agua quería ser de su propiedad.
Comenzó una investigación sobre la procedencia de esa obra y descubrió, para su pesar, que estaba en exhibición pero su dueño no pensaba venderla. Tuvo oportunidad de conocer al propietario y vio que, cuando éste la tomaba entre sus manos, la porcelana se mantenía opaca, al igual que con todos quienes se le acercaban.
Con el transcurso de los días, el anticuario soñó muchas estratagemas para poseer la escultura y tenerla todo el tiempo a su lado. Locuras, como esconderse entre los escaparates y permanecer encerrado toda la noche en el atelier. En una oportunidad logró a medias su objetivo aprovechando que el propietario salió por una diligencia, pero un cliente inoportuno enfrió la magia. Alucinaba con robarla. Pensó canjear su colección privada, esa que le costara muchos años de amoroso esfuerzo. Sin duda, ese deseo arrollador y desconocido lo mantenía al borde del éxtasis y la locura.
Esto duró un corto tiempo. Encuentros ocasionales, esporádicos, cargados de nerviosismo y miedo por la culpa de estar acariciando una obra maestra que no era de su propiedad pero le pertenecía. A pesar de ello, la intensidad de esos encuentros transformó las noches en día y los sueños en realidad. Su mente recibía sólo órdenes del corazón y su raciocinio estaba ligado al deseo. Deseo que lo acompañaba cada segundo de su vida y le impedía pensar en otras cosas.
Una mañana, que aparentaba ser como cualquiera de las anteriores, El Anticuario visitó el atelier muy temprano. No recuerda, nunca entendió, cuál fue el detonante para que las cosas cambiaran tan radicalmente. Lo cierto es que, al mirarla, la hija de Júpiter no respondió con su acostumbrado brillo. Por el contrario, sorprendentemente, mostró fisuras y grietas nunca evidenciadas. Allí comenzó el calvario! Dedicó muchos días tratando de resolver las fallas que se habían manifestado. Apeló a sus conocimientos y, fundamentalmente, a sus sentimientos, pero el resultado no fue satisfactorio.
No podía preguntar a sus colegas, ya que ellos nunca habían visto esa luminosidad. El propietario del atelier le había recordado que la porcelana, al igual que el cristal, puede agrietarse por ondas de alta frecuencia provenientes de un sonido, o por mal manejo de las piezas. Ese comentario aumentó su turbación y desconcierto. Pensó que, por su descuido, inadvertidamente, causó daños a esa creación, transformándola en una figura más del escaparate. Intentó mil maniobras para lograr que resplandezca y que se esfumen las grietas. Fracaso tras fracaso y días de turbación y desasosiego que lo fueron desmoronando. Era impensable que ésta, la madre de las Sirenas, le negara rotundamente su luz.
Agobiado por la pena, comenzó a espaciar sus visitas al atelier. Cuando asistía a reuniones, trataba que sus ojos no buscaran la escultura de la Náyade. Volvió a su vieja rutina, sólo que ahora lo hacía con un desgano notorio. Su andar perdió ritmo y sus pies rozaban el piso más de lo necesario. Su rostro tenía un rictus de amargura y su cabeza se inclinaba hacia el suelo. Algunos amigos preguntaron por su cambio y él lo atribuyó, mintiendo con vergüenza, a los achaques propios de un hombre entrado en años.
Hasta el día de hoy conserva una tristeza agradecida. Pena, con el corazón quebrado ante la pérdida. Agradecimiento a Dios, ya que le dio la oportunidad de conocer ese maravilloso sentimiento con el que pudo hacer brillar una estatua.


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