lunes, 22 de octubre de 2012

MARTA BECKER


UNA TARDE

El edificio de oficinas estaba en funcionamiento, cada uno en su lugar, ocupados todos en sus trabajos, cuando se escuchó un timbre. Era la alarma contra incendios, sonido que ya  conocían por haber hecho un simulacro de evacuación meses atrás, cuando instalaron el nuevo equipo.
Para sorpresa de todos, ahora era una realidad. Un incendio amenazaba al edificio. Abandonaron los puestos y una muchedumbre avanzó por los pasillos hacia las escaleras.
Yo trabajaba en una oficina en el décimo piso, y cuando escuché el timbre miré inmediatamente hacia la chica motivo de mis desvelos, sentada unos escritorios más allá que, con cara de susto, dejó todo y giró la cabeza  hacia ambos lados, desorientada, sin saber qué hacer. De pronto, tomó conciencia de la situación y se unió al grupo que corría hacia las escaleras. Me acerqué para darle confianza y ofrecer mi ayuda. La tomé de la mano y la arrastré, casi, hacia abajo, mientras los demás corrían y gritaban.
La muchacha, muda y con un temblor no disimulado, me apretaba la mano a medida que descendíamos, como si sólo yo pudiera salvarla. En ese momento me sentí un Superman, y hubiera podido saltar por el aire y vencer mil vallas únicamente para protegerla.
Al llegar a la calle, luego de respirar hondo para limpiar nuestros pulmones llenos de humo, pasamos a través de los camiones de bomberos, que ya estaban en plena labor, aunque con pocos resultados. Nos encaminamos hacia la otra vereda, siempre tomados de la mano, y seguimos así, sin rumbo fijo hasta que, sin darme cuenta, llegamos al frente de mi casa.
Me armé de coraje y la invité a subir, con el pretexto de descansar un poco y salir del estado de shock por el momento vivido. Fue sentarnos, charlar, contar anécdotas y reír como dos conocidos de largo tiempo, y tomar algo, y estudiar nuestros cuerpos con la mirada, y volver a reír, y a medida que la penumbra invadió el ambiente, nos fusionamos como dos adolescentes hambrientos.
Lo nuestro duró muy poco, pero nunca imaginé que aquella tarde iba a quedar grabada en mi memoria por muchos años. Sí fue tan intensa y apasionada como el calor del incendio, de tal modo que dejó cenizas en mí,  y aún hoy sigo pensando en ella cada vez que estoy con una mujer.


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