viernes, 25 de octubre de 2013

Celia Elena Martínez

 
El abuelo  Celia Elena Martínez




En el verano siestaba bajo  en su reposera  favorita, bajo la sombra del viejo paraíso por momentos abría los ojos porque sentía caer las gotas del árbol sobre sí y también escuchaba el canto de los canarios y el cardenal, éstos estaban en el corredor de la también vieja casa.
La casona era de las antiguas con entrada a ese espacio techado, dos habitaciones que daban al mismo, un baño que seguía la construcción y la cocina que también daba a esa larga estancia, todo era sin lujos, sencilla con un portón que daba a un pequeño jardín a la calle, otrora la entrada del sulky con el caballo, desde allí se iba al fondo, donde el anciano cuidaba a sus gallinas, limpiaba a sus pájaros. Allí tenía un galpón pequeño  con herramientas donde le hacía a su nieta bancos y mesitas, con que la esperaba cada año. Los techos de chapa sonaban con la lluvia y chirriaban en verano.
El frente era sencillo,  pintado de blanco con un antiguo farol.  
Mientras dormitaba sonreía seguramente soñando con otros tiempos en que la casa estaba más habitada, ahora sólo quedaban la abuela que muy coqueta peinaba sus largos y blancos cabellos con un rodete. Con ellos vivía una hija soltera que se había quedado para cuidarlos, como era entonces.
La anciana cosía en su máquina Singer, regalo del hijo mayor que se había ido a Buenos Aires, porque en el pueblo no tenía modo de prosperar, desde allí los ayudaba a mantener la casa, que habían comprado con un largo crédito del Banco.
La abuela también esperaba a la pequeña a quien le cosía ropa de cama, con hermosas puntillas.
Las habitaciones eran amplias, también el baño y la cocina. Había un gran tanque que juntaba el agua de la lluvia. El cuarto de adelante daba a la calle con una amplia ventana, que hacía las veces de comedor y durante el verano se transformaba  en el dormitorio de los huéspedes a quien la tía llamaba turistas, decía: -Llegaron los turistas- la gente del lugar en cambio los llamaban porteños. En esa época del año se comía en una gran mesa en el corredor.
La abuela era pequeña y caminaba rapidito. El abuelo conservaba su cabello color caoba, era suave y a la niña le deleitaba peinarlo, tenía ojos claros y caminar ya cansino la tía le contaba cuentos y le leía cartas de amor que algún novio le había mandado alguna vez. Había nacido para abuela, a la falta de hijos propios.
La chiquilla se deleitaba con los paseos a la plaza los domingos con  el viejo  nano, quien sentía orgullo por llevarla, iban a las fiestas de carnaval a ver las comparsas y mascaritas.
En el fondo de  la casa había una gran higuera que daba sabrosos higos en ese tiempo del año. También había una palangana de pie, ésta era de loza y se usaba para lavar la cabeza con el agua llovida que daba un hermoso brillo. Allí también daba otra puerta del baño, donde había una parra de uvas chinches que también saboreaban “los turistas”.
Los tres habitantes repartían las tareas, la abuela cocinaba, la tía hacía las compras, y limpieza y el abuelo cuidaba de sus gallinas, de sus pájaros y algunas labores de carpintería a pesar de no ser tallista, lo hacía para pasar su tiempo.
Hasta que un día partió la abuela. A los pocos años el abuelo. Juanita en cambio vivió muchos años, tal vez porque era muy joven en los recuerdos de la sobrina.
Ya nada volvió a ser igual para la adolescente que volvía cada año, a pesar del amor de Juana. Faltaban las raíces. Ya era una mujer casada cuando su padre fue un verano y allí quedó para siempre, descansando y tal vez cruzando el arroyo donde aprendió a nadar.



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