viernes, 4 de octubre de 2013

Mónica Maud


La torre  


Visité la mezquita por mera curiosidad.   
Las palpitaciones de mis ancestros así lo imponían y hube de obedecer. Hacía frío aquella tarde, cuando tuve que quitarme el calzado para entrar y abrirme paso en medio de devotos que, desordenados, y en cuclillas, oraban en voz baja. Busqué un rincón desde el cual observar sin ver vista.  
Un niño se acercó y me dijo unas palabras en yidish, creí entender que me guiaría y lo seguí. Me condujo, en efecto, hacia un pasadizo oscuro, cuya entrada señaló con su dedo pulgar y se marchó. No tuve más remedio que ingresar. Mientras caminaba con extrema lentitud y cautela, luces de colores salían de las paredes y formaban figuras que yo presumí humanas. Para mi sorpresa, no sentí temor, una fuerza indescriptible me arrastraba; inevitablemente.   
No recuerdo en qué instante cerré los ojos, encandilada por los haces que se hacían cada vez más intensos; lo cierto es que la torre de piedra caliza vestida de ocre apareció imponente ante la pequeñez de mi figura.  
Dudé si debía seguir adelante; con el último paso todavía en ciernes tuve la sensación de navegar en medio de aromas familiares. Una tibieza tenue me tomó entre sus brazos hasta el límite de no sentir mi cuerpo que se iba disipando en la penumbra. No sé cómo llegué a estar de pie dentro de aquella torre, no sé cuánto tiempo hubo transcurrido entre mi entrada a la mezquita y aquella torre, no sé ni deseo hurgar explicación alguna.   
Parada en el centro de un escaso recinto plagado de luz, no ya de penumbra, escuché la voz de mi madre, quien me decía que había anhelado esta visita mía. Y comenzó un monólogo feroz de regaños doloridos, de despedidas inconclusas, de enseñanzas no impartidas, de heridas que sangraban.  
La voz de mi madre, un recodo de paz…terminó quitándome las congojas escondidas y sirviéndome una armonía desconocida por mí hasta entonces. La caricia de sus manos, luego de mi desenfrenada purificación, inyectó en este espíritu la gracia melodiosa del sueño bienhechor. Y dormí. Debí permanecer dormida por mucho tiempo, porque cuando desperté, la audacia de viajar a lejanas tierras sólo para ver una mezquita, heredad de algún antepasado, se había derrumbado frente a la cotidianeidad impecable de mis días.  
Mi lecho, humedecido por un sudor perfumado y yo, vestida en ropas de calle. Las sombras retornaron a mí lado, pero ya no eran las mismas; y, sin siquiera pensar, salí de mi departamento. Arribé al cementerio dos horas después, debí haber dado infinitos rodeos, y busqué la tumba de mi madre. Había en ella una rosa fresca y…un ramillete de alelíes, su flor preferida, me abría la portezuela del único nicho vacío del panteón familiar. Comprendí. Quise quitarme antes los vestidos. Ya estaba desnuda.

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