miércoles, 2 de noviembre de 2011

GUSTAVO HENAO CHICA


BAJO LA TÚNICA

Estábamos allí en la posición de loto, formando un círculo y pronunciando mantras trascendentes. Tú sentada al lado de Henry con los ojos cerrados. En esos días éramos realmente espirituales, cuando salíamos a la calle yo caminaba como por el aire, hacía parsimoniosos mis pasos y los mo-vimientos generales del cuerpo, tal vez para que la gente se fijara y dijera: "Ese es un joven espiritual". Me agradaba estar a tu lado, el calor salido de tu cuerpo fue siempre una fuerza que me traspasaba, a veces meditando aunque estuvieras en medio de Henry y Luz Elena, podía sentir la diferencia entre tu calor y el de los demás, creí también que tú diferenciabas el mío; en varias oportunidades cuando entreabría los ojos para mirarte, encontraba tu mirada, ambos sonreíamos porque nos habíamos descubierto infringiendo las reglas de la meditación. La primera vez creo que enrojeciste cuando al abrir tus ojos, los míos ya te estaban viendo.
Al recordar se hace presente el tiempo en que me interné para realizar prácticas más profundas. Fui sometido por varios días a permanecer en silencio; escuchar y reflexionar, algo difícil para mí que he sido tan conversador. Aproveché para darle mayor atención a tus movimientos, si ibas al baño, dejabas la puerta medio abierta, yo calculaba el tiempo o por el silencio de la ducha imagi-naba que te estabas secando, entonces pasaba por ahí, no detenía el paso pero llevaba en el pensamiento el recuerdo de tus pechos pequeños todavía húmedos. Si estábamos comiendo movías los labios y la lengua de un modo que no era natural. "Una manera esotérica de masticar", ésta y otras ocurrencias formaban parte de mis hondas reflexiones. Al cumplir la semana de mi internado, te interesaste por dormir en el mismo lugar donde yo lo hacía, aquello fue definitivo, algo que tomé como una prueba. De los discípulos internos, tú eras la más antigua, yo era sólo un aspirante.
El lugar para dormir era el mismo donde estaba ubicada la biblioteca: un salón recogido que tenía todo en madera; mis sueños eran en el piso acostado boca arriba con los brazos a los lados o sobre el pecho, abrigado por una sábana que arrojaba siempre. Frío no había en el sitio. El cuerpo amanecía como plano, al despertarme demoraba varios minutos en tomar conciencia de los músculos, la espalda se me hacía horizontal como las tablas. Cuando empezaste a dormir allí fingía leer, te observaba hasta verte en sueño profundo. Mi sábana se posaba sobre ti.
Es cierto que me inspirabas respeto, pero no podía dejar de fijarme en tus piernas de pantorrillas bien delineadas, en tu boca que aún cerrada parecía tener el comienzo de una sonrisa. Disfruté al mirarte. Tu rostro impedía la presencia del sueño. Dejabas lugar y sábana para mí, en esas noches permanecía en la misma postura buscando no incomodarte. En algunas mañanas tu cabeza sobre mi pecho me turbaba, no sabía qué hacer, mantenía la respiración como un gran Yogui, lenta, pausada, el corazón aminoraba el ritmo, no dormía más, preocupado por lo que pensarías si despertabas en ese lugar al que seguramente te había llevado en mis sueños. Sólo cuando te retirabas volvía a respirar con ganas y a desperezarme como recién despierto. Una noche sentí tu mano sobre mi abdomen, los dedos iban y venían. -Estoy inventando, -me dije- es una ilusión. No podía ser tu mano la que estaba ahí. Por varios días quise convencerme de que aquello había sido un espejismo alimentado por mis deseos.
Henry no se quedaba en la institución porque era un discípulo externo, esto significaba que no vivía en el lugar, pero era uno de los más avanzados en el conocimiento. Llegaba temprano, se colocaba la túnica de lino e iba al salón de prácticas, cuando nos reuníamos él estaba sentado frente al incienso, a la entrada del salón permanecían sus zapatos esperándolo, a un lado dejábamos los nuestros, la alfombra me acariciaba los pies. Al colocarme la túnica algo se apoderaba de mí, una sensación que podría explicarse como tranquilidad, me sentía bueno, etéreo. Imaginaba que Henry, siendo un hombre más evolucionado que yo, debía sentir cosas superiores y quizá por eso iba temprano. Mientras nos disponíamos para la práctica centraba mis ideas en los objetos del lugar: el incienso colocado colocado en un soporte de arcilla en medio del salón, la estatua del Budha tal como han pensado que era después de varios años de riguroso ascetismo, con la piel adherida al hueso, el pequeño gong y escrita en la pared del fondo la frase tomada del frontispicio del templo de Apolo de Delfos: ¡Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses!
En el rostro de mis compañeros se miraba un aire de misticismo, de especial, parecían seres diferentes a los otros mortales; cerraban los ojos o dejaban ir la mirada al vacío, al pronunciar las frases de memoria o leídas de un texto sagrado, los veía como elevándose, saliendo de este mundo, divinizados. Pensé que a mí era al único del grupo al que lo divino no le llegaba, porque mis pensamientos seguían siendo lógicos, racionalistas. Verlos tan ensimismados, ausentes del mundo material llegó a ponerme alerta frente a la validez de mis convicciones, los sentidos, a ellos el mundo material no podía tocarlos. Consideré mi existencia como la más burda y material.
Cuando concluía la meditación yo era el primero en abrir los ojos y mover el cuerpo, para mis músculos voluminosos y nada flexibles, esa postura resultaba absolutamente torturante; en cambio ellos tenían una cara de felicidad, de placidez, de regocijo, nada parecido a las muecas mías tratando de acomodar el cuerpo. Llegué a obsesionarme con la idea de lograr el grado de superación de mis compañeros, me dediqué con disciplina a ser mejor, pero el camino de la contemplación tiene exigencias que no siempre uno está en condiciones de cumplir: en un principio el ayuno y el silencio me afectaron, acostumbrado como estaba a comer con sal y sabores, aquellos alimentos espirituales, vegetarianos, me resultaban de náusea, por eso, aunque no estuviéramos ayunando, dos comidas de esas al día eran insuficientes.
Hoy en pensamiento veo tu cara cuando te conté aquella travesura mía: "He comprado un paquete de gelatina negra, para que comamos en la noche", dije haciéndome el misterioso. No controlaste la demostración de enojo, fue como si te hubiese dicho algo obsceno. Con la cara congestionada y las manos temblorosas me hiciste sentir que los seres superiores también se enfurecen.
Hube de reprocharme esa indelicadeza. Encerrado en el baño engullí la gelatina que había comprado para los dos, pensando en las palabras que utilizaría para disculparme.
Sin comentarlo tomé a Henry y a ti como mis maestros y cuando estábamos en algún acto público, ya fuera una conferencia o un cine-foro, las conclusiones a las que llegaba eran las mismas: si la conferencia o el cine-foro tenían tu dirección o la de Henry, la sensación era que estaban muy por encima de las personas que acudían al programa, que a ustedes el mundo ilusorio no los poseía; si era yo el responsable de la actividad, el tema presentaba algunos toques de timidez e inseguridad y si alguien deseaba hablarme al final, lo remitía según el caso a Henry o a ti, porque la gente deseaba un consejo o respuestas exactas sobre cosas de las que yo dudaba, en cambio tú, con esa voz para arrullar querubines y la fina manera de mover las manos en las explicaciones y Henry con esa barba que infundía respeto, eran las personas ideales para responder a preguntas de tipo espiritual.
En varias ocasiones se presentaron personas a la institución a preguntar por mí, gracias a una referencia de alguien que me conocía, y yo continuaba barriendo o dedicado a otra labor, después de responderles que no me encontraba.
Haciendo esos trabajos que me asignaron: el aseo en las dos habitaciones, la biblioteca, el baño, el salón de prácticas y la sala de conferencias, además de colocar la música y mantener encendido el fuego, me impregné de ese ambiente, por eso al pasar por sitios donde siento olor a incienso, suelo quedarme un poco para vivir la nostalgia. Si observo a un chico y a una muchacha que cuando oyen hablar de cosas espirituales o que cuando leen se les llenan los ojos de lágrimas, conmovidos por el mensaje así este no sea profundo, recuerdo esa imagen nuestra, pero busco en ese chico y en esa muchacha el paquete de gelatina negra para estar seguro.
La última vez que abrí los ojos para mirarte, me había sentado primero que los otros antes de iniciar la práctica. Mi corazón se movía de afán y en el resto de mí todo era desgano. Al salir del cuarto después de colocarme la túnica, quise entrar al baño, la puerta estaba entreabierta como otras veces, pero Henry te acompañaba, tenías la túnica subida hasta el muslo y la mano de Henry se perdía entre la tela y la piel, tus labios delgados, que yo había querido besar, mientras dormías, lo besaban a él; no fui capaz de mirar la dirección en los movimientos de tus manos.
En el círculo te miré para ver si abrías los ojos, pero no, estabas ida, en otro mundo, no pronunciabas el mantra, tus labios temblaban, creo que habías llegado a la iluminación. No volví a mirarte.
Terminamos la práctica y salimos a pegar unos afiches, me hablabas y te respondía con monosílabos, si me hubieses preguntado por qué, te habría respondido que estaba sintiendo la misma sen-sación que me embargó de pequeño, al enterarme de que el Niño Dios era mi padre.

Publicado por Ester Mann en Etiquetas: NARRATIVA

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