jueves, 7 de julio de 2011

LILIANA B. LA GRECA


ÚLTIMO RECURSO

Solo recuerdo la imagen de aquel médico cubriéndome la herida y diciéndome "tranquilo, todo va a andar bien". Y la respiración débil y pausada mientras me subían a la ambulancia. Lo que siguió después, hoy no tiene importancia. Simplemente la vida.
Una casa común en un barrio tranquilo. Una casa con una historia, acaso imperceptible, acaso encubierta.
Una y otra vez pasé por allí sin imaginar aquel entorno espiralado y macabro. Era mi barrio. Mi lugar.
Detuve allí mi mirada, recién después de haber sido contratado para investigar aquel terrible asesinato, nunca resuelto, nunca castigado y tal vez encubierto quien sabe por quién y por qué extraño motivo.
Víctimas y victimarios. Deudas del alma y heridas. Acontecimientos difusos y nunca esclarecidos después de tantos años.
Me pregunto si es que el destino te impone desafíos para despertarte o simplemente las histo-rias te eligen casi como un protagonista más del devenir de la vida para acorralarte frente a tus propios fantasmas.
Sea como fuere, todo comenzó una mañana, cuando aquella mujer morena de ojos gastados y tristes, apareció tras la puerta de mi oficina casi suplicando, como ensayando un último recurso después de tantos otros intentos.
Me pareció reconocer una cara familiar. Sí, era ella. Vivía en algún departamento de mi mismo edificio
Se sentó con sumisión, casi con desesperanza mientras sacaba de su cartera un cuadernito de tapa negra con bordes de ribetes dorados, llamativos, parecidos al fileteado minucioso que se hacía en colectivos y camiones hace tiempo.
"Esta agenda es la clave, pero no sé por dónde empezar. No tengo pruebas".-dijo.
Poco después, tomó un sobre diciendo…"Aquí está todo explicado, toda la información que du-rante años pude recabar, los datos con fechas, testigos, cómplices, sospechosos. Lo mío fue un trabajo de hormiga, pero ya no tengo fuerzas para seguir. Me quedé sin aliento. La muerte de mi padre aun sigue impune"…
Entregó el tesoro de hojas amarillentas y gastadas como quien se libera de una carga.
Haga lo que pueda- dijo-. Sé que usted es una buena persona.
El sobre develador exponía la muerte de Facundo Peña, el papá de esta mujer, un comerciante casado en segundas nupcias con Magdalena Cuevas.
Según lo que allí decía, una mujer oportunista y autoritaria. Madre soltera y sin dónde caerse muerta, que aprovechó lo ocasión para conquistar y casarse con Peña, quien poco después aparece muerto en extraña situación, así porque sí, de un día para el otro.
Peña vivía en ese lugar junto a dos de sus tres hijos y Cristian el hijo de su nueva pareja. María la tercer hija (quien lo contrató), había decidido vivir sola. No soportaba ver como esta mujer lograba devastar a su padre.
El caso se cerró rápidamente y sin mucha investigación. "Paro cardio-respiratorio" - decía el parte médico otorgado por un profesional casualmente conocido por ella.
Según entiendo, poco después, acomodando las cosas de su padre y casi sin querer, María descubre en esta agenda la fórmula de un extraño compuesto y la forma de ser suministrado.
Se lleva la agenda y puede descubrir que se trata de una sustancia que suministrada en bajas dosis envenena paulatinamente y mata.
Nunca logró nada con la policía. Para ellos siempre fue un caso cerrado.
Ese mismo día me acerqué al negocio familiar que estaba al lado de la casona, una ferretería antigua, de techos altos llena de estantes fuertes, envejecidos y polvorientos, pero muy bien provista.
La encontré en un rincón, casi como un objeto, como un fantasma que apenas quería ser per-ceptible para el que llegaba.
Mucho después, pude descubrir lo intimidante de esa figura aparentemente endeble.
Parecía una anciana. Realmente era difícil calcular exactamente la edad. Su gesto adusto en-marcado por innumerables arrugas, aquellos ojos pequeños y rasgados que en la penumbra no permitían saber si dormía o simplemente permanecía ensimismada quien sabe en qué momento de su vida. Pude percibir a su lado un par de muletas.
Descubrí que solo uno de ellos la trataba con respeto. Hasta en ocasiones parecía sentirse intimidado por aquella imagen delgada, de espaldas encorvadas y manos huesudas y gastadas.
Aquella mujer de cabello blanco y mueca insatisfecha formaba parte de mucho más que un lugar devastado y sombrío.
Nunca escuché su voz. Pero pude intuir que algo sucedía con la mujer del rincón.
Él se acercó. Tornillos autoperforantes y tuercas -dije- mientras observaba la situación.
Cometí la imprudencia de llevar esa bolsa transparente. ¡Cómo pude ser tan pelotudo!.
Intenté esconderla desprevenidamente, pero ya era tarde. Detuvo su mirada justo allí, donde estaba la agenda.
Le veo cara conocida -me dijo- Cristian, el vendedor, mientras miraba insistentemente esa bolsa que vanamente ya, intentaba cubrir.
Mi mamá tenía una igual - siguió- casi con ingenuidad. Un día se perdió y nunca la volvimos a encontrar.
Cambié rápidamente de tema. ¡Ah!, me olvidaba. Deme también clavos de uno y medio por favor.
¡Cómo pude ser tan idiota! Me repetí una y otra vez.
Tal vez fue solo un comentario -pensé para convencerme.
Pasaron dos días después de aquel poco feliz encuentro. Y entonces, el hecho impensado…
Un grito desgarrador. Un disparo. Una puerta que se cierra. Incertidumbre. Y la angustia de esperar el después. ¿María?.
Tenso silencio y desconcierto. Y el recuerdo de un rostro desencajado y desconocido en el ascensor de tiempos interminables.
Minutos antes, el diálogo hosco. ¿Piso?. Noveno, dije mientras pensé… "Algún día dejaré de vivir en el último piso".
¿Baja? -No- respondió el desconocido de mirada esquiva y rasgos duros.
¿Quién hubiera pensado que justo yo, el detective Salinas estaría paralizado aquí esperando quién sabe qué final. El sonido desgastante de ese reloj de pared, taladrando mi espera, y un nudo en mi garganta al escuchar aquellos pasos en el pasillo. ¿Vendrá por mí?.
Lo demás, lo demás ya lo saben. Simplemente la vida.

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