miércoles, 6 de julio de 2011

HERNAN GARAY



EL MULATO


Los últimos reflejos de la luna habían dejado de multiplicarse en los metales de los uniformes, los remaches de las monturas y en especial en sables y morriones.
La claridad que precede al amanecer comenzó a devolver su tamaño normal y su verdadera forma, a lo que hasta esos momentos eran inmensas manchas negras.
Así los árboles fueron tomando contorno, los muros, casi su forma y color y el tan mirado, esa larga noche, campanario, parecía estar más cerca y ser mucho más bajo que unos mo-mentos antes.
La claridad traería, el inicio de la acción y con ella el fin de la tensa espera, pero seguramente también traería sacrificio, dolor y experiencias totalmente nuevas para muchos de los que allí estaban.
Los caballos, al igual que los hombres, estaban nerviosos, raspaban el piso con sus manos y cabeceaban violentamente, presentían la situación. Los jinetes habían aflojado las cinchas de las monturas y con sus manos agarraban los hocicos para evitar que relinchen y con eso aler-ten al enemigo.
Las agotadoras jornadas previas a esta larga noche habían dejado huellas en hombres y caba-llos, sin embargo el inminente peligro del combate, tensaba los músculos y alertaba a las men-tes.
Una vez más y como toda la noche el mulato, miró hacia el campanario, pensando que así podría saber lo que los vigías estaban viendo. También, una vez más volvió a bajar la vista, un poco avergonzado, de ser visto en esa actitud, que demostraba ansiedad y quizás miedo. Él mismo, cuando sorprendió a otros mirando hacia la torre, pensó que quienes lo hacían tenían temor.
Los veteranos se mostraban despreocupados y sonrientes. El mulato los miraba y sentía envidia de ellos, aunque por momentos pensaba que se esforzaban por parecer despreocupados y ajenos al sentimiento de ansiedad general y que seguramente a ellos también invadía.
La voz joven de su Jefe le hizo alejarse de esos pensamientos. El oficial, casi un niño, manten-ía su apostura y no se esforzaba por mostrarse indiferente o despreocupado por lo que vivían, eso le daba tranquilidad a los soldados. En unos momentos más sabremos si desembarcan, dijo el Subteniente, casi susurrando y si lo hacen, agregó, les cortamos los cogotes, le guiñó un ojo y se alejó, comenzando un dialogo similar con el próximo Granadero.

1

Hacía horas que esperaban, desmontados pero ya formados, para atacar, el calor del verano y la gran humedad agregaban un sufrimiento adicional.
¡Arancibia! ¡Arancibia! El mulato, se sobresaltó al escuchar su nombre, que si bien pronunciado en voz baja pero con gran claridad le hizo saber, que las cosas tomarían una gran velocidad. Vio enfrente suyo al Subteniente, que le indicaba, que ajuste la cincha del caballo y que pase la voz.
Un fuego caliente se encendió en su estomago y también le costó respirar. Ajustó la cincha como tantas otras mañanas allá en Retiro, sabiendo, que hoy era diferente y quizás la última vez que lo hacía. Finalizó su trabajo y miró hacia la punta de la columna, la vio lejos, el mo-rrión colgaba de su montura. Pensó risueñamente, que era la primera vez que se alegraba de no tener a nadie que extrañar, o en quien pensar, ya que nunca conoció a sus padres, y la úni-ca persona, que lo había tratado bien en su vida, era ese joven que ahora le ordenaba ajustar la cincha de la montura, a quien estaba decidido a seguir, si era necesario hasta el centro del infierno.
La luz del sol ya bañaba el lugar, podía ver la totalidad de las dos columnas, ahora todos es-taban al lado de sus caballos, las caras se habían puesto tensas. Seguramente todos desean que esto termine pronto, pensó Arancibia.
El Jefe del Regimiento, salió del convento por una puerta trasera, había estado toda la noche en el campanario. Hizo una señal con su sombrero, (cuya forma, había impresionado, a muchos soldados la primera vez que lo vieron) y respondiendo a ella, los Oficiales se adelantaron hacia donde el jefe estaba.
El mulato vio moverse a su Subteniente y una vez más sintió por él, el afecto del agradeci-miento, el respeto por su ejemplo y la admiración por su coraje.
Verlo, fue al mismo momento, perder todos sus miedos y adquirir una gran decisión, quería ya de una vez lanzarse sobre el enemigo.
La reunión fue breve, las órdenes se repitieron de hombre a hombre. ¡Están desembarcando! ¡Cuando se alejen de la costa los atacamos! ¡Monten! La voz circuló de hombre a hombre. To-dos lo hicieron. Los caballos se movieron pero rápidamente sus jinetes los volvieron a enco-lumnar.
Ya el sol se elevaba en el horizonte.

2

El Subteniente, indicó que se desabrochen los cuellos de las chaquetillas. Su blanca cara, se veía poco, debajo de su morrión. Repitió una vez más lo que tanto decía en las prácticas: Al sablear a alguien... (siempre en ese momento hacía una pausa)... párense en los estribos y sigan con el cuerpo el movimiento del caballo. Si sable no sale del cuerpo, suéltenlo... (otra pausa)... porque los puede voltear o desacomodar. Agregó una vez más y como tantas veces.
El sudor bañaba su rostro. Sacó su sable de la vaina y todos los imitaron, el ruido de la hoja al salir impresionó a todos. Lejanamente, se escuchó un redoble de tambor. Ya vienen fue el pensamiento de todos. Detrás del convento todo era silencio y tensión. Arancibia, buscó con su vista al Subteniente no quería perderlo de vista. La doble fila de botones aprisionaba su pecho que quería saltar hacia adelante. El clarín llamó ¡¡Al ataque!!
Los caballos sin necesidad de nada saltaron hacia adelante. El clarín continuaba tocando y su metálico sonido, alcanzó a todos, amigos y enemigos.
El mulato, no se dio cuenta, cuando sobrepasó el muro que los ocultó toda la noche, ahora, cada vez más rápido, intentaba alcanzar la primera fila, de su columna que se transformaba en una sola línea de frente, aullante, veloz, intimidatoria y paralizante.
El caballo se metió entre dos que corrían adelante y el Granadero, vio por primera vez al enemigo, que sorprendido intentaba coordinar una respuesta organizada.
Vio a algunos que corrían de regreso a los barcos. Pese a ello, muchos, rodilla a tierra se aprestaban a disparar. La distancia se acortaba rápidamente, el ruido de los cascos, los gritos ajenos y propios, tapaban el ruido de los disparos que ahora realizaba el enemigo. El choque brutal duró pocos instantes.
La línea enemiga, atacada desde dos direcciones y a lo largo de toda su extensión, no resistió. Los jinetes pasaron veloces atropellando y matando. Arancibia trató de sablear a un enemigo en el momento en que su caballo saltaba la línea humana ya totalmente desorganizada. Vio que su arma se elevaba y le atravesaba la cara a uno de ellos.
Su caballo siguió la carrera junto con todos los demás.
Los más adelantados ya estaban girando para volver a atacar, giro y se aprestó, quedando adelante de todos sus compañeros. No pensaba, no sentía nada, automáticamente se aprestaba a repetir la carga siguiendo sus órdenes.
Sorpresivamente, vio el caballo del Subteniente corriendo solo sin jinete. La desesperación lo invadió, trató de ubicarlo entre el enemigo y solo veía polvo, humo y cuerpos en el piso.

3

Ya los granaderos lanzaban su segunda carga. Desafiando el fuego enemigo, avanzó lentamente, tratando de encontrar a su superior, conciente de que la próxima carga que se preparaba, le haría perder toda posibilidad de encontrarlo, además de del peligro de atrope-llarlo.
En medio de una nube de tierra y polvo vio a un Granadero peleando contra varios. No dudó, levantó nuevamente su sable y lanzó su caballo en esa dirección. Su propio galope, le impidió, escuchar el retumbe de la carga que nuevamente se iniciaba. Gritos, disparos, relinchos y el corazón que se le saltaba del pecho.
Llegó al centro de la pelea y con su arma, le abrió la cabeza a uno de los que peleaban contra el Granadero desmontado, se le grabó en su mente el ruido que hicieron los huesos al rom-perse, la sangre que saltó le salpicó la cara y el brazo.
Giró su caballo y apoyándose en un estribo se arrojo sobre otro de los que mantenían, hasta ese momento, esa desigual pelea, en el medio de ese infierno. Rodó en el suelo, junto con su enemigo a quien golpeó con dureza con el mango del sable recibiendo también varios golpes a punto de perder el conocimiento.
Por toda la a acción hecha en segundos y los golpes recibidos se vio en el piso, totalmente desorientado y sin poder levantarse. Sólo sentía un gran retumbe en el suelo, pero no entendía que pasaba ni de que era. El sol de frente le impedía ver bien, se dio cuenta que estaba sen-tado, no tenía fuerzas, sólo era conciente del extraño retumbe y del cada vez mayor temblor del piso.
Algo en el fondo de su conciencia le dijo: ¡Son los granaderos en su carga! ¡Te van a atrope-llar!
Intentó moverse pero le fue imposible. Comenzó a sentir gritos, se dio cuenta que iba a morir bajo las patas de los caballos de sus compañeros. El temblor de la tierra lo hacía saltar. En un instante, todo habría pasado.
Algo azul y pesado cayó sobre él, en el instante en que la carga pasaba por encima, notó ahora totalmente conciente, que varios caballos pisaban sobre eso que estaba sobre él. El retumbe rápidamente se alejó y el temblor de la tierra de la cesó. Los gritos de triunfo llegaron clara-mente a sus oídos.
Su boca llena de tierra le impedía respirar, abrió sus ojos e hizo fuerza para sacarse ese peso de encima, cuando lo logró el sol una vez más lo encegueció, se sentó y al recuperar su vista, vio a sus pies con el uniforme todo roto y el cuerpo ensangrentado a su querido Subteniente, escuchó gritos que festejaban la victoria pero sus ojos estaban llenos de lagrimas.
El combate duró quince minutos y el enemigo dejó en el campo 40 muertos, varios prisioneros y numeroso material bélico.

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