miércoles, 6 de abril de 2011

MARISA PRESTI


LA CURITA EN LA BOCA

¿Qué hacía ella ahí, en esa inmensidad deshabitada? Una lenta melancolía empezó a filtrarse por el interior del cuerpo. Las conocía desde mucho tiempo atrás, en realidad desde que nació, pero ahora le eran ajenas, anónimas como un cualquiera de la calle. Se corrigió, un cualquiera de la calle podría ser mejor persona que las que tenía enfrente.
Miró por la ventana una y otra vez las orgullosas margaritas blancas que oscilaban levemente con el viento. Las venía observando a cualquier hora del día, acaso para no cruzar la mirada con las de ellas.
"Veníte a pasar unos días a Bariloche, animáte", decía el mail que había recibido unas semanas atrás. Varias veces quiso ir, pero parecía que el impulso chocaba contra su interlocutora, no muy convencida de hacer la invitación. Era un viaje varias veces pospuesto y casi olvidado, hasta que llegó el mail con otras ganas, parecían auténticas. Dudosa, como siempre había sido, masculló una y otra vez la decisión, pero entonces sucedió algo inesperado.
La otra, la que también había compartido sus primeros años de vida, quiso sumarse a la propuesta. Pensó que tres no era una buena opción, pero la hermandad podía superar cualquier inconveniente.
Los años pasados sin verse eran una sólida razón para animarse a su miedo al avión. Y fue bueno para superar el temor y vencerse a sí misma. En su maleta, ella llevaba algo más que ropa, llevaba imágenes de encuentros fraternos, de mañanas alegres y tardes de charlas largamente demoradas. Con todo eso desembarcó, pisó tierra nueva, virgen para su experiencia, pero no imaginó la aridez que la esperaba.
No ver bien y no ser vista. Aquella frase que alguna vez escribió comenzó a hacerse realidad frente a las conversaciones que mantenían entre ellas. Nuevas, recién llegadas, las palabras abarcaban mundos donde no le era posible intervenir.
¡Qué buenas acuarelas! A ver, mostrame ésta. Este paisaje está hermoso. Tocá un poquito de luz. ¿Y esta cuándo la pintaste? Me fascinan estos tonos. Yo en mis cuadros uso mucho el azul. ¡Ah, no sé con cual quedarme! ¿Y a cuánto las vendés?
Palabra tras palabra, acuarela tras acuarela, pasaban las horas de aquellos primeros momentos que se fueron extendiendo en el tiempo con la tozudez de la reiteración incesante. Quiso hablar, decir, quiso que la miraran. Pero era inútil.
¡Hey! ¡Aquí estoy! Pequeño chiste acompañado con un saludo de su mano derecha. No hubo eco. No ver bien ni ser vista.
Se preguntó qué era lo que no veía bien. No veía a las que amaba, a las que creía conocer, a las que habían nacido en la misma casa familiar, a las que tenían la misma sangre. No las veía.
Pintoras las tres, ahora eran solo ellas dos. Comprendió que era antigua, tan antigua como para armarse la charla que imaginó:
¿Cómo estás?, hace tanto tiempo que no nos veíamos. ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo van tus cosas? ¿Estuviste mal de salud? ¿Y vos que opinás de esta acuarela? ¿Te agrada el lugar? ¿Hay algo que te gustaría conocer?
Boludeces, se dijo. Y se dio cuenta que de golpe se sentía una boluda. ¿Qué hacía en ese lugar inhóspito, lejos de todo, obligada a callar? ¿Por qué había gastado tanto dinero para costearse un castigo?
Todo error es inicial. Se remonta lejos, quién sabe a qué oscuridades de la infancia que dejan aflorar flores de luto y cuervos de cementerio. Quién sabe qué cosas se escondían detrás de esas dos desconocidas. Recordó a Sartre: El infierno son los demás. Y ahí estaba, en un infierno que se había desatado por el sólo hecho de ser distinta, de tener otros gustos, otras opiniones, y quién sabe qué más.
Enseguida comenzaron las caminatas de la pareja afín, claro, a ella nunca le gustó caminar, prefirió quedarse mirando las orgullosas margaritas que alegraban la ventana. Pensó, mucho después, que no se tolera lo diferente, aunque la intención no sea molestar a nadie.
No llores, le decía la voz interior, pero las lágrimas desobedecían el mandato interno. Salían rebeldes, sin rumbo, para desanudar la garganta oprimida.
Y un día, sin previo aviso, un pájaro negro se metió por los techos y violentó la voz, acusándola. Ella era la culpable, la intrigante, la de las malas intenciones. Gritos y violencia en la mirada, quizás hasta un poco de odio.
Esas eran las migajas que habían quedado de una lejana infancia, pisoteadas por la injuria, la injusticia, la calumnia.
Ahora la vi reírse. Se ríe cuando recuerda las infantiles invitaciones a jugar que les hizo los primeros días: ¿generala? ¿Tutti-frutti? ¿Pintar algo entre las tres? Se ríe también de su propia ingenuidad, ¿es que no había comprendido las reglas del juego?
Cuando al pájaro negro se le agotó la furia, recordó una parte de la Palabra: "Y lo llevaron como cordero al matadero". Lejos de compararse con el Señor, comprendió que debía doblegar la angustia y soportar sin decir palabra. Y hasta sonreír sin tener ganas.
Como un laberinto oscuro, tenía que encontrar la salida. Y la salida estaba a 18 Km. del pueblo, sin teléfono, y con la única posibilidad de simular humildad en el pedido: No me estoy sintiendo bien, quisiera volver a casa, ¿podrías llevarme a ver si consigo pasaje?
El sometimiento siempre da resultado, aun entre los más crueles. Y logró unas miradas de maestras autoritarias que creen haber doblegado al alumno rebelde.
La rebeldía se expresa de muchas maneras, en la palabra, en el pensamiento, en la actitud, pero ella, el último día, pidió por favor unas acuarelas. Pintó, pintó con el sólo objetivo de reemplazar a la palabra, la que le estaba vedada.
Hace poco vi la pintura: un fondo oscuro y una cara de mujer con ojos tristes. En el lugar de la boca, dos curitas atravesadas.
Me contó que la miraron; era una última oportunidad para decir algo. Pero sólo sonrieron, gustando, quizás, el triunfo sobre los supuestamente oprimidos.

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