sábado, 4 de abril de 2009

JAVIER MADEO


MITRÍDATE, REY DEL PONTO

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La oscuridad precipitada de la tarde era tan sólo el preámbulo de una noche deslumbrante, apasionada. No sería la única. Apenas se advertía una Luna minúscula y el paso de las nubes hacia el norte carcomiendo las estrellas. El viento huía despavorido de un lado hacia otro y volvía, revuelto, enfurecido y alentando a los postigos de las ventanas a cerrarse, y a cerrarse aún más rápido.
Piadosamente comenzaron a caer las primeras gotas de una lluvia que podía perpetuarse durante días.
El diálogo entre el tiempo y el frío se adueñaba de las calles desiertas, inclinadas. Todo parecía inerte, sin sentido.
Sin sentido parecía su vida. Otra vez se encontraba en esa ciudad, tal vez de paso o de regreso. Sentía que todo era en vano, a pesar de los aplausos traídos, de las innumerables felicitaciones y de la inevitable admiración que despertaba por algo que aprendió de pequeño, como lo es componer y tocar el piano. Tocar el piano de manera sublime, perfecta. Soberbiamente perfecta. Las notas lo abstraían y se compenetraba de manera tal que él y su instrumento parecían un solo ser, una sola materia. Y componía, componía desmesuradamente entre la luna y el sol, entre blancas y negras. Su talento fluía naturalmente durante horas, días y semanas, entre fusas y semifusas, corcheas y semicorcheas. Partituras enteras, todas escritas a puro sudor a pura pasión. Una pasión llamativa, misteriosa e intrigante. Tan intrigante como el vacío de sus bolsillos. Tan llamativa y misteriosa como su escasa cantidad de monedas.
Otra vez se encontraba en esa ciudad, bajo la lluvia, parado frente a la casa de donde se había llevado el dolor de un amor no correspondido y acentuado por la desaprobación de su padre. Sí, otra vez se encontraba allí, y recordó inevitablemente aquella mañana soleada que marchó rumbo a París, desilusionado, en busca de una vida, de un trabajo acorde a su capacidad, a su talento, y que a pesar de los éxitos nunca pudo encontrar, establecer. Pero esta vez sí, esta vez, el destino lo sorprendería.


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Mientras le abotonaban el vestido largo y de seda natural no quitaba la mirada en el espejo extenso casi de pared a pared, a la altura de la cintura. Sí, su cintura, era lo que más le preocupaba. Giró hacia la derecha, hacia la izquierda, despacio, muy despacio y se observó de perfil. Con su mano alisó la tela dos veces por encima del estómago. Retrocedió tres pasos y prestó detenida atención en el largo. Ensayó un rodete recogiendo su pelo lacio y enmarcó aún más ese rostro blanco y anguloso, distinguido por ese lunar tan sugestivo, delicado, en el pómulo, y sonrió. Levemente sonrió mientras su madre aguardaba solemnemente a un costado, precisamente delante de la puerta de la habitación y asintió con su cabeza.
Constanze ahora se sentía segura, convencida y ese sería el vestido que utilizaría en su primer clase de piano y que tomara luego de un tiempo de interrupción. Ese sería el vestido con el que recibiría a su maestro.
Hoy más que nunca recordaba aquella mañana en que las ruedas comenzaron a rodar y el carruaje marchó hacia París sin un adiós, pero en su corazón, hubo un hasta siempre secreto.
Si bien su maestro, había intentado acercarse a su hermana mayor, Aloysia, ésta jamás lo consideró. En cambio, Constanze no dejaba de sentir admiración por él, por su talento y por su delicadeza. Aquella mañana que el carruaje partió rumbo a París la joven aprendiz se encontraba en su habitación observando desde su ventana ese momento tan ingrato. Una lágrima recorrió su mejilla y luego otras, hasta convencerse y reconocer definitivamente que también sentía amor. Un amor reprimido, postergado y que por respeto a Aloysia había callado, escondido. Pero ahora, el tiempo transcurrido se encargaba de otorgarle la posibilidad de tener en sus manos al hombre que en silencio había amado desde siempre.

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Mientras el piso de madera crujía en cada paso que dio un estallido imprudente del cielo lo detuvo. La
lluvia comenzó a caer contundentemente y de manera ensordecedora. La luz de los relámpagos ingresaba azul por los vidrios de las ventanas aun desprotegidas. Iluminando todos los muebles de la sala, una vez y otra vez y se apagaban. En el espejo pudo verse huérfano y mojado, su figura parecía sólo una sombra. Pero su corazón latía desmesuradamente como anticipándole el camino que por fin pronto iba a encontrar. Apoyo su mano ansiosa en el principio de la baranda fría, miro hacia arriba y de a uno empezó a subir los escalones, como si fuese una cuenta regresiva. Mientras, las notas de un piano lejano comenzaban a desprenderse, de a poco, y subía. Subía sin querer interrumpir con el ruido de sus pisadas lo que oía cada vez con mayor claridad. Y, faltando centímetros para llegar a la cima pudo reconocer la interpretación. La interpretación de Mitridate, rey del ponto. Una composición suya, una de las que más adoraba. Y ahí estaba, a metros, a metros de esa mujer que tanto lo había esperado, que tanto lo había amado en silencio desde que había partido a Paris. Con su vestido de seda explayándose hasta el suelo. Dándole la espalda y acariciando las últimas teclas de un piano negro y testigo. Testigo de que él comenzara a aproximarse despacio, muy despacio. Apoyó su mano en el hombro de Constanze y ella aprisionó para siempre acostando su cara hacia la derecha. Justo, minutos antes de las ocho de la noche. Justo, minutos después que la lluvia parecía detenerse. Pero no sus corazones que entre sábanas apasionadas juraron amarse para siempre.
Y los años transcurrieron entre pianos y partituras, entre óperas y conciertos. Reinas, reyes y palacios. Disfrutando al mismo tiempo cada una de las seis emociones más importantes que la vida les dio, pero también soportando inexplicablemente la adversidad económica y las más ingratas de las injusticias. La muerte de dos de ellos.

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Una paloma ingenua lo observba desde la ventana mientras picaba en la fría cornisa. Caminando de un lado hacia el otro y saltaba, nuevamente saltaba abriendo sus alas al cielo gris de aquella mañana vienesa.
Su pelo lacio y grasoso descansaba despeinado sobre la almohada. Su frente sudaba y sus párpados dudaban entre abrirse o quedarse cerrados definitivamente. Su tez blanca y delicada lo asemejaban a la de un niño durmiendo, a ese niño que siempre fue.
El olor rancio de sus sabanas, las velas de pie y solemnes sobre sus platitos y apagadas a la madrugada se conjugaban aún más alentando un final indeclinable, triste e impensado.
Apenas miraba la puerta de entrada de la habitación, las sombras de Constanze proyectadas en las paredes del pasillo, yendo y viniendo, de un lado hacia otro, desesperada, buscando un vaso con agua, un paño para humedecer y buscando evitar el desenlace prematuro, inconcebible.
Recorrió con su memoria los instantes más importantes de su corta vida y con la misma rapidez que componía una obra. Siempre deseando que ella, aunque sea un instante, entrara para verla por última vez.Cuando Constanze ingresó, solo se oyó el estallido del vaso romperse en el suelo y su llanto desgarrador. Los ojos que la habían esperado para despedirse se cerraban para siempre. Los ojos, de su maestro de piano y marido. Los ojos, de Wolfgan Amadeus Mozart.

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