sábado, 23 de julio de 2016

María Alicia Escobar

Doña Matilde María Alicia Escobar

Desde el balcón de nuestra casa, en el primer piso, podíamos vislumbrar la de Doña Matilde, una casa casi en ruinas, de las que tienen una galería que abarca las habitaciones que dan al patio. Pero esto no lo veíamos desde el balcón, sino cuando pasábamos frente a su casa, visteando el resto. La galería estaba a punto de derrumbarse, estaba a punto pero no se derrumbaba y esto nosotras se lo atribuíamos a las aptitudes brujeriles de la anciana, porque en el barrio se la tenía por bruja, cuando la razón era que vivía sola, que estaba sola y no parecía necesitar de la compañía de nadie .  Sin embargo en las tardes cálidas de la primavera o el verano, sacaba un viejo sillón de mimbre a la vereda, su cabello atrapado en una eterna redecilla y, si refrescaba un poco, una apolillada mañanita sobre los hombros, sus pies siempre calzados en zapatillas de paño.  Con las únicas que hablaba era con nosotras.  Lo hacía para reconvenirnos cuando pasábamos frente a su casa con la bicicleta.
Protestaba porque aflojábamos las baldosas. Lo cierto es que las baldosas eran tan viejas como la casa y hacía tiempo que estaban flojas y necesitaban un cambio, lo mismo que la casa. Por cierto, no le hacíamos mucho caso, pero nunca nos burlábamos porque nos inspiraba un cierto temor. La soledad y el silencio de la anciana  generaban todo tipo de leyendas: que era bruja, que estaba loca porque había escapado de la guerra, etc. Nadie se acercaba a ella y ella no se acercaba a nadie.
Entre el temor y la piedad prevaleció ésta última y un día, por la tarde, mi hermana y yo nos acercamos a ella, alabando el intenso perfume de los jazmines, única planta que había en su jardín, peleándole a la maleza que la rodeaba. ¿Les gusta? Preguntó. –Nos encanta, dijimos al unísono. –Esperen un momento, dijo y se levantó con dificultad porque parecía que las piernas ya no le respondían como debían. Nosotras nos quedamos esperando mientras ella se dirigía a la primera pieza.  Al rato volvió con unas tijeras y cortó cuatro jazmines. –Dos para cada una dijo, lo demás es   para mis santitos. –Gracias, gracias, Doña Matilde, nosotras no tenemos jardín…es una pena, solo macetas con malvones… y corrimos hacia donde estaba nuestra madre –la cocina- y le dijimos -agitadas-  -Mamá, doña Matilde no es mala, mirá, nos regaló jazmines. -Nunca dije que fuera mala, solo creo que es una pobre mujer sola. Es verdad, nuestra madre tenía siempre una actitud piadosa ante los que consideraba desgraciados.
Jamás se prestaba a la maledicencia. Los jazmines perfumaron toda la casa hasta que se marchitaron.  Con mi hermana tomamos la costumbre de detenernos frente a ella, cada vez que sacaba el viejo sillón a la vereda. Entonces hablaba de Don Félix, su marido, al que no habíamos visto más desde hacía mucho tiempo.
-Se murió, preguntó mi hermana. –Anda por la casa, contestó de una manera vaga haciendo un gesto con la mano. ¿Y porqué no lo vemos? Pregunté yo. –Ustedes no lo ven, sólo yo lo veo.  Nos miramos sin decir nada.¿ Realmente estaría loca? De cualquier forma, la tarde que nos invitó a entrar, lo
hicimos, no sin cierto temor. Nos llevó a la cocina en donde había un Primus sobre la mesa y estantes con unos pocos platos, vasos y una cacerola. También tenía algunas pequeñas copas que enjoyaban un pobre conjunto.  Doña Matilde fue hasta lo que sería el comedor y trajo  una licorera.  –Les voy a convidar un poco de licor de mandarina. Lo hago yo. Nuevamente nos miramos…qué hacer, no queríamos ser descorteses. –Recién tomamos la leche, Doña Matilde…Un poquito no les va a hacer mal-.
¿Y si quería envenenarnos…? Pese al miedo, nos tomamos el licor. Estaba delicioso y no parecía tener veneno. Luego nos invitó a pasar al comedor.  Notamos que en toda la casa había santos y vírgenes, algunos de ellos conocidos.  Prendió la luz del comedor.  Sobre un sofá destripado había muchas muñecas, muñecas antiguas, de esas con cabeza  de porcelana.  A algunas les faltaba el pelo, otras estaban tuertas, pero lo que más impresionaba es que el color había huido de sus mejillas.
Parecían muertas, muertas sin enterrar, como, imaginábamos que estaba Don Félix. Nos dijo que eligiéramos una, pero ésta vez dijimos no, no, no, con una energía que no sabíamos de dónde salía. –Tenemos muchas muñecas- (lo que era una flagrante mentira)- Nos tenemos que ir, Doña Matilde, mamá debe estar preocupada (lo que también era mentira. Nuestra madre podía preocuparse si no estábamos cuando llegaba a nuestro padre).  –Bueno, vayan nomás, ya dentro de un rato viene Don Félix, tenemos muchas cosas de las que hablar.
Ya en la calle, suspiramos con alivio.- ¿Realmente está loca? Preguntó mi hermana. –No sé, creo que sí, pero es muy buena y el licor estaba riquísimo.


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