sábado, 23 de julio de 2016

Cristina Civale


Santa Narcótica  Cristina Civale


Ese día interminable fue viernes santo. Había llovido hasta la hora del té, luego de que un sol hiriente atravesara las nubes grises de una mañana tan diáfana como despiadada. No había que ilusionarse. Luego contrastó con una noche rotunda y sin promesas.
La fecha fue apenas un detalle para Andrea porque ella era atea, pero a pesar de su falta de fe y de su ignorancia hacia el calendario ecuménico, se sintió impresionada por la coincidencia: la conmemoración cristiana coincidía con su cumpleaños número veinticinco, donde el festejo -lo tenía bien pensado- sería desplazado por el sacrificio, a menos que alguien, por fin, le contestara el teléfono y aceptara su propuesta.
Desde su cumpleaños anterior venía discando sin suerte y también, desde entonces, una única idea le daba vueltas en la cabeza: estaba cansada de que la considerasen una enferma. Su aspecto era rebozante y su piel blanca reconocía la textura de la buena salud. Lo mismo que el brillo de sus ojos negros, la suavidad de su melena color caramelo y un olor fresco que emanaba de su cuerpo a cualquier hora del día, sin necesidad de perfumes, cremas o algún otro tipo de loción.
Ese empecinamiento con la enfermedad tenía que ver con que Andrea se había pasado prácticamente la mitad de su vida en grupos de autoayuda -desde anoréxicas anónimas hasta mujeres que aman demasiado pasando por narcóticos anónimos y adolescentes golpeadas, entre otros muchos- y ahora sólo quería armar un grupo de sanos sin nombre, donde nadie necesitase de otra persona, donde se pudiese vivir sin contar los días en los que se había logrado vencer a la patología de turno, donde cada medianoche fuese algo más que una frontera ganada al dolor y a la supervivencia. En definitiva, un lugar donde la vida pudiese celebrarse, simplemente.
Andrea estaba agotada de la planicie en la que se había vendido deslizando, sin querer, de comunidad en comunidad. Por eso, desde el mediodía de ese viernes santo, se metió en la cama, una plaza y media que reinaba sola en el único ambiente que tenía como casa y se puso un pijama blanco y de lino, comprado para la ocasión.
Hacía media hora que había vuelto de hacer el reparto. Desde los veinte trabajaba en un servicio puerta a puerta para el que hacía deliveries en su moto de baja cilindrada. Entregaba lo que le pidieran: desde pizzas hasta documentos secretos; desde sushis que jamás había probado hasta cartas de amor.
Antes de meterse entre las sábanas, se desnudó en el baño, se encremó el cuerpo por primera vez con una leche de pepinos que había comprado de oferta en el supermercado; se cepilló el pelo y los dientes, se hizo buches con un líquido mentolado color azul, se lavó la cara con agua y jabón de glicerina, se roció la piel con un perfume agrio - también comprado en el supermercado- y recién entonces se deslizó por el pijama. Quería aplacar el frescor. Ese olor a flores la irritaba tanto como su estado. Recién entonces estuvo lista para empezar a hacer los llamados. Tomó su inalámbrico de plástico gris con ansiedad, la misma de siempre, ésa que delataban los mordiscones que arruinaban la antena, y con la mano libre pasó, de una en una, las hojas de su agenda ajada buscando un nombre que quisiera ser su aliado.
Andrea se relajó y llegó cierto alivio inesperado. Ya estaba cerca de debelar el misterio de ese día. Y quizá fue por ese estado de serenidad que empezaron a arrinconarse en su cabeza con la voracidad intermitente de un taladro, todos los recuerdos dolorosos que siempre intentó expulsar. Por primera vez, los dejó venir y hasta aceptó los detalles que empezaban a destilarse desde su memoria adormecida. Creyó que si lograba verlos de una vez con su impertinencia microscópica, quizá encontraría alguna posibilidad para exorcizarlos.
Lo primero que se estancó ante sus ojos fue la imagen de su padre tal cual se la había relatado su abuela Natalia. Su padre, transpirado y fuera de sí, con el pelo sucio y completamente desaliñado, gritaba, desconsolado, alrededor de su cuna, mientras ella lloraba, como toda recién nacida Su padre -siempre según el relato de su abuela- la levantó y la zarandeó como a una muñeca de trapo barata, mientras le gritaba que era una asesina.
 -Tu madre murió para dejarte nacer -recuerda que su abuela le contó que su padre gritó. -Huérfana, éso mereces ser-. Fue lo último que dijo y nunca más lo vio. Según su abuela Natalia, que luego la crió, él desapareció de sus vidas y las dos perdieron algo para siempre. Natalia a su único hijo; Andrea, a su único padre.
 Andrea dejó el teléfono a un lado y se abrazó a una almohada, agotada porque sentía la fuerza miserable con que su cabeza le mandaba señales de su pasado. Todo prometía que habría más detalles y también más dolor. No se equivocaba. Enseguida se vio escondida en un rincón del almacén de su barrio de la infancia. Comía, desaforada, el quinto paquete de galletitas saladas que se había robado de uno de los estantes bajos. Esta vez la almacenera -que según después supo la venía observando- la denunció a su abuela Natalia inmediatamente fue a buscarla y le pegó con su palma gruesa sobre la cara pero tardó más de media hora en alzarla. Andrea pesaba demasiados kilos para sus ochos años, en realidad pesaba demasiado en términos absolutos como para que la pudiese levantar una anciana. Su cuerpo amorfo de esparcìa por el piso y en él no se distinguían pecho, cintura o caderas. Sólo un gran pedazo de carne sufriente. Con la ayuda de la almacenera y de su marido, Natalia se llevó a Andrea y la ató a la cama y sobre todo, le tapó la boca con una cinta adhesiva blanca cuyo olor a goma Andrea jamás pudo olvidar. Tampoco pudo olvidar el terrible ardor en el estómago y la sequedad de su boca que delataban su hambre compulsivo. Un vacío de amor.
 Lo de la cama duró poco, Andrea sin poder soltar la almohada a la que se abrazaba, hizo fuerza para no llorar. Ya venía otra imagen a atacarla. Se vio sentada en círculo entre un grupo de chicas como ella donde conoció la palabra bulimia. Recordó su primer vómito en público y se sonrojó por su tristeza y por la vergüenza de su hambre . Vio sus dedos tratando de destrabar su garganta y recordó la primera caricia de su vida, la de una nena, Manuela, que la ayudó a limpiarse la boca. Fueron íntimas hasta que Natalia decidió que ya estaba curada y la sacó de los grupos y le prohibió seguir viendo a Manuela, con quien la había encontrado tanteándose en el baño y dándose besos impúdicos. Era verdad. Manuela fue el primer amor de su vida. Andrea nunca perdonó a Natalia por esa separación. Sin embargo, por miedo, nunca se lo demostró. Se tragó esa decepción hasta el último día cuando la encontró, recién llegada del colegio, colgada con una media de seda de la araña de caireles del comedor. Andrea la desató y lloró sobre su cuerpo mustio. Ya era una adolescente Luego del entierro buscó desesperadamente alguna carta de Natalia donde le diese una explicación. En cambio, encontró en un libro de tapas negras un secreto escrito con letra prolija y aplicada: cientos de recetas de tragos exóticos, todos creados y probados por Natalia en sus horas de silente soledad. Andrea lo tomó como un legado. Iba a preparar cada una de esas recetas y a beberlas. Quizá en ellas encontrara algo misterioso y revelador.
 Con la imagen del cuaderno en la cabeza, sintió el mismo mareo de su primera borrachera, luego de haber bebido con fervor de homenaje alguna de las combinaciones, exactamente las mezclas número dieciocho y la número veintiséis, champagne con cassis y nuez moscada y vodka con jugo de uva negra y pimienta blanca. Como si el recuerdo de la ebriedad no pudiese sacarla del pasado, volvió a sentir el primer sacudón, inolvidable y vertiginoso, de la primera raya de cocaína que la ayudó a no estar más borracha. Se vio nuevamente sentada en círculo entre un grupo de gente como ella -ahora eran todos adultos, ella ya tenía veinte- mientras repetían la oración de la serenidad como un mantra. Dios concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar. Valor para cambiar aquéllas que puedo puedo y sabiduría para reconocer la diferencia. Todavía le funcionaba. Empezó a decirla y de inmediato se encontró en la noche en la que le dieron un llavero de plástico negro por haber cumplido seis meses de abstinencia. Volvió a sentir la saliva de los besos que le dio su mejor compañero de los grupos de narcóticos, Favio. Suspiró largamente cuando se vio haciendo el amor con una pasión que no había conocido y a un nuevo suspiro sumó una lágrima, la primera de ese día, cuando se le vino encima toda la oscuridad de un domingo más o menos cercano en el que Favio la abandonó sin ninguna razón, al menos ella no había encontrado ninguna. Quizá había sido su amor pegajoso.
 Andrea se vio otra vez en la puerta del departamento de Favio esperándolo con desesperación-hacía días que no le atendía el teléfono- y en esa ocasión Favio no la esquivó. Cuando bajó para comprar pan, se detuvo, la miró a los ojos, la agarró de la mandíbula y le dijo con frialdad y firmeza, como si se tratase de una desconocida: "Estás enferma, no me persigas más. Necesitás ayuda". No era cierto. No necesitaba ayuda. Lo necesitaba a él, pero igual pidió auxilio y se acordó de todas la veces en que asistió a grupos donde estaba rodeada de mujeres que lloraban sus amores locos y perdidos y de como, de tanto hablar de Favio, lo convirtió en una montaña de palabras aturdidas, en un hombre cargado de adjetivos y por eso, se le hizo invisible.
 Andrea clavó las uñas en la almohada y se mordió el labio hasta sangrarlo. Se tragó su sangre. No pudo controlarse. Volvió a sentir el rechazo y el miedo que le daba la idea de no poder vivir su vida si no estaba en un grupo. Recordó como todos sus compañeros, todos y cada uno, se negaban a formar su grupo de sanos sin nombre. "Nadie se cura, le decía uno. "La recuperación no existe. Vivimos en una ilusión. -insistía otro- Un margen sereno hasta la próxima recaída". Sus dos únicas amigas sanas, Mabel y Silvia, ellas nunca habían concurrido a grupos de ninguna clase, también se negaron: Vos todavía estas enferma, estabilizada eso sí, pero tu enfermedad es para siempre, le dijeron sin ninguna piedad, por separado con las mismas palabras, como si se hubiesen puesto de acuerdo.
 Así habían sido su pasado lejano y su pasado reciente. Había pasado horas recordando. Estaba agotada y convencida. Ya era medianoche cuando por fin logró discar. Llamó a su amigo Tomás, un protestante fanático que acababa de llegar de un oficio religioso donde se había lucido cantando El evangelista en una de las Pasiones de Bach.
 Andrea lo había llamado con la idea que venía empuñando. A Tomás lo había conocido en un grupo de alcohólicos anónimos, cuando él empezó a recuperarse de su adicción al anís turco.
 -No me rompas más las pelotas -le contestó Tomás que atendió al décimo timbre del teléfono-. Igual te deseo un muy feliz cumpleaños pero ahora me voy a dormir, mañana me levanto temprano.
 Sin más explicaciones le cortó.
 Andrea supo que sólo si reconocía que era una enferma incurable iba a tener su lugar en el mundo y ese lugar no le gustaba. No quería poner su cuerpo alrededor de otros cuerpos y contar miserias y sentir pena de sí misma y pedir todo el tiempo perdón.
 No sin dolor esa noche decidió atravesar el rito de su adicción favorita. Primero se comió cuatro paltas con aceite de oliva griego y mayonesa. Siguió con tres platos de agnelottis rellenos con ricotta y rociados con crema de hongos. Se tomó tres platos de sopas de verduras -zapallo, zapallito y cebolla- y terminó con dos postres. Primero un flan para cuatro con crema y dulce de leche, luego frutillas -un kilo- con azúcar y jugo de naranja. No tomó líquidos. Terminó de tragar la última frutilla y fue al baño. Se agachó sobre el inodoro y se puso dos dedos de su mano izquierda -Andrea era zurda- en la boca hasta acariciar la garganta. El vómito ácido asomó por la laringe y se desvió hacia la nariz. Andrea se ahogó. Hizo esfuerzos para reencausarlo por la boca pero fue en vano. Trató y trató hasta que se le acabó el aire y con la panza llena y revuelta, así, atragantada y excluida del mundo, pálidamente morada, jadeó hasta que el silencio la desvaneció. Ya no pudo escuchar el timbre del teléfono y la voz de Tomás, breve y rotunda, grabándose en el contestador automático: Lo estuve pensando. Acepto. ■



No hay comentarios: