La Timba Isabel Ali
La
casa del Ñato se erigía sobre la calle Niceto Vega. Un portón de hierro forjado
permitía el acceso a un pasillo de unos cuarenta metros de largo, sobre el cual
cinco apliques en forma de tortuga dispersaban una paupérrima luz biliosa. A la
izquierda, la pared lindaba con la propiedad vecina. A la derecha, había dos
departamentos habitados: el primero por el Ñato y sus padres, el segundo por la
hermana del Ñato, su marido y sus hijos. Al final del pasillo, una puerta de
chapa daba entrada a lo que nosotros llamábamos: el “garito”, apenas una sala amplia
con dos ventanas que daban a la galería de un patio minúsculo, una cocina bien
equipada y un baño pequeño. A simple vista parecía un “bulín”, pero era algo
más sagrado que eso. Durante la semana, se organizaban partidas de siete y
medio o de mosca, en las que se apostaba fuerte frente a invitados especiales.
Más de una vez, vi sobre la mesa títulos de propiedad y cheques siderales en
juego. Pero los domingos, invariablemente, se jugaba al pase inglés entre
amigos por pocos pesos. La heladera estaba siempre aprovisionada para estos
menesteres, rebosante de aperitivos y vituallas. Los discos giraban sus espirales
de milongas y valsecitos a horcajadas del Winco. Unas macetas, llenas de arena
húmeda en vinagre, que sostenían varas de helechos artificiales, desempeñaban
la función de ceniceros y mitigaban el olor a tabaco que se aglutinaba en el
ambiente. Sobre una de las paredes del salón se apoyaba el respaldar de un
diván; debajo, residía semioculta una caja de zapatos, forrada en papel de seda
negro, a la que todos llamaban “camouflage” (y que en esa oportunidad, después
de mucho tiempo de ignorancia al respecto, pude averiguar qué contenía).
Nos
turnábamos para jugar, servir el cinzano y ejercer vigilancia sobre la penumbra
temeraria del pasillo. Esa noche, el centinela en el techo era Cafrune.
Los
dados castañeteaban sobre el paño color verde esmeralda. De repente, la voz de
Cafrune llegó sólida desde lo alto.
-¡Cana
con casco!- y bajó de un salto, para mezclarse entre nosotros.
-“Camouflage”-
ordenó Battaglia en un murmullo.
Juani
se llevó algo a la boca. La guita desapareció, repartiéndose en los bolsillos.
El Tano y Barajita dieron vuelta el mantel Plavinil, dejando a la vista un
plastificado a cuadros sobre el que deposité un plato lleno de maníes y aceitunas.
Battaglia vacío la caja sobre la mesa: cayeron, de una vez, seis mil piezas de
rompecabezas. El Ñato agarró un puñado y comenzó a ensamblar. Me pregunté a
quién convencería Listorti con sus anteojos negros, el bastón blanco sobre su
regazo y las manos llenas de trocitos de un paisaje alpino. Golpearon la
puerta.
-Está
abierta- gritó el Tano.
Vimos
entrar al Pelado Santoro, que sonriendo interrogó:
-¿No
hay timba hoy? ¡Qué “caripelas”! ¿Se murió alguno?
Las
miradas feroces se clavaron como dardos en el entrecejo de Cafrune.
-¡Bueno,
che! A cualquiera le pudo pasar... Por la sombra parecía un casco...-excusó- No
es para tanto, fue un susto nomás... Sigan timbeando y listo...
Y
de inmediato echó a correr en huída por el pasillo hacia la calle; porque tras
él corría el Gordo Juani blandiendo en el aire una botella vacía y vociferando
iracundo a los cuatro vientos:
-¿Con
qué querés que juguemos, gil, si me morfé los dados?
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