sábado, 23 de julio de 2016

Eduardo Alberto Planas

ROJO   Eduardo Alberto Planas

Cuando en aquella tarde lluviosa, Guillermo llegó a la subasta del Paseo de las Artes,  sonrió.  Allí estaba el violín que tanto anhelaba, envuelto en su caja  de color marrón en cuero gastado. Lo quería, no importaba el precio que tuviera que pagar. 
Empezaron las ofertas. 1.200, 1.300, 1.400, 1.500 pesos. Una mujer –que llevaba el  detalle de una  boina negra que se destacaba sobre su roja cabellera, parecía decidida a quedarse con el instrumento.  Las ofertas se convirtieron en un duelo entre ambos. Ninguno daba el brazo a torcer.  La mujer hizo otra señal con su mano 10.400 pesos. El  levantó la suya  y el violín quedó en 10.500 pesos. No hubo contraoferta.
En cuanto finalizó de la subasta, satisfecho, se dirigió a cumplimentar los trámites para el cierre de la operación. En eso se encontraba cuando observó a la dama de la boina, llorando.  Se acercó a ella. Conversaron. A la mujer no sólo le atraía el instrumento por la tonalidad rojiza de su madera como le sucedía a él. Para ella significaba mucho más, amaba la música y  tenía previsto viajar en un mes a Alemania para perfeccionarse. El modo apasionado con que ella se expresaba, conmovió a Guillermo.
Invitó a Rachéele –tal era su nombre– a tomar un café.  Toda la conversación giró en torno al violín, supo por ella que era muy antiguo, de origen alemán  y que venía con cuerdas de acero de repuesto, cosa que no era habitual.
Guillermo percibía sentimientos encontrados, había esperado tanto el momento de la subasta y de pronto, la cosa cambiaba, la historia de Rachéele había tocado su  corazón. Entonces se decidió, le dijo que si era importante para ella, él se lo regalaba.
Rachéele se negó y sólo después de insistirle largo rato, aceptó que Guillermo le prestara el violín unos días, hasta tanto llegara el momento del viaje. Así lo convinieron. 
La fecha de partida llegó. Rachéele lo llamó para avisarle y le dio la dirección y el teléfono.
Guillermo ingresó al pequeño departamento, ubicado en un barrio residencial de la ciudad. La caja del violín se encontraba abierta sobre  el sofá del living. 
Lo tengo en el dormitorio – dijo ella, sintiéndose  interrogada por la mirada de él. Conversaron amenamente.
Desde donde estaba  Guillermo pudo observar  el violín sobre la cama.  En un impulso,  se dirigió al dormitorio y tomó el instrumento en sus manos. El no sabía tocar el instrumento, sin embargo, cada movimiento de sus manos sobre el violín era un interrogante. Nadie como tu conoce tanto de Rachéele, sus secretos, dijo en voz alta sin darse cuenta que ella estaba presente.
De pronto algo lo hizo volverse.  La escuchó sollozar. La luz que entraba por la ventana daba de pleno en el cabello de la mujer, destacando aún más su color rojizo, similar a la madera del violín. Se sintió cautivado. Se acercó a ella y la tomó de los hombros. Rachéele dio vuelta el rostro y el la  besó en los  labios. Surgió  natural, deseado, necesario. El romance fue fugaz pero apasionado.
Ella igualmente viajó llevándose el violín, como algo que los unía y sostenía hasta un nuevo encuentro. Guillermo continuó con sus actividades habituales. Pasó el tiempo y a los dos años de aquello, él debió viajar a Paris, a especializarse en Filosofía. Lucía, una vieja amiga radicada allí hizo de anfitriona.
Tenía el teléfono de Rachéele. Se habían escrito algunos mails, unas breves llamadas telefónicas para saber para saber cómo estaba el otro. Nada más, ninguno quería insinuarse, inmiscuirse en la vida que cada uno había decidido.
La llamó. Al otro día marchó hacia Alemania. Se dirigió al atelier que ella tenía instalado en Berlín. El abrazo fue efusivo, prolongado.  Guillermo no tenía demasiado tiempo, debía dar una conferencia en Viena.
Hicieron el amor. Y el silencio sentenciaba un presagio, una despedida. Rachéele  se levantó envuelta en la sábana, cubierto el cuerpo a medias, abrió el placar y retiró el violín. Mirando a Guillermo profundamente, le dijo: Con este violín  he tocado mi primer concierto. Nunca podré  agradecerte lo que hiciste por mí. Y se lo entregó, con una mirada lluviosa que lo decía todo.
Cuando Guillermo regresó del viaje, llevaba el violín como equipaje de mano. Ricardo, su sobrino, lo esperaba en el aeropuerto. Como  impaciente joven de 20 años que era, quería que le contara todo en un instante. Pero en especial lo intrigaba el violín: ¿de dónde lo sacaste? ¡Qué extraño color de madera! Repetía sin dejar de tocarlo. Ya en el automóvil, Ricardo le comentó que estaba estudiando música y que el violín lo apasionaba.
Es tuyo entonces –dijo Guillermo.
En su algarabía Ricardo no se dio cuenta que la mirada de su tío se perdía en una imagen que llevaría adentro por siempre.


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