ROJO Eduardo Alberto Planas
Cuando
en aquella tarde lluviosa, Guillermo llegó a la subasta del Paseo de las
Artes, sonrió. Allí estaba el violín que tanto anhelaba,
envuelto en su caja de color marrón en
cuero gastado. Lo quería, no importaba el precio que tuviera que pagar.
Empezaron
las ofertas. 1.200, 1.300, 1.400, 1.500 pesos. Una mujer –que llevaba el detalle de una boina negra que se destacaba sobre su roja
cabellera, parecía decidida a quedarse con el instrumento. Las ofertas se convirtieron en un duelo entre
ambos. Ninguno daba el brazo a torcer.
La mujer hizo otra señal con su mano 10.400 pesos. El levantó la suya y el violín quedó en 10.500 pesos. No hubo
contraoferta.
En
cuanto finalizó de la subasta, satisfecho, se dirigió a cumplimentar los trámites
para el cierre de la operación. En eso se encontraba cuando observó a la dama
de la boina, llorando. Se acercó a ella.
Conversaron. A la mujer no sólo le atraía el instrumento por la tonalidad
rojiza de su madera como le sucedía a él. Para ella significaba mucho más,
amaba la música y tenía previsto viajar
en un mes a Alemania para perfeccionarse. El modo apasionado con que ella se
expresaba, conmovió a Guillermo.
Invitó
a Rachéele –tal era su nombre– a tomar un café.
Toda la conversación giró en torno al violín, supo por ella que era muy
antiguo, de origen alemán y que venía
con cuerdas de acero de repuesto, cosa que no era habitual.
Guillermo
percibía sentimientos encontrados, había esperado tanto el momento de la subasta
y de pronto, la cosa cambiaba, la historia de Rachéele había tocado su corazón. Entonces se decidió, le dijo que si
era importante para ella, él se lo regalaba.
Rachéele
se negó y sólo después de insistirle largo rato, aceptó que Guillermo le
prestara el violín unos días, hasta tanto llegara el momento del viaje. Así lo
convinieron.
La
fecha de partida llegó. Rachéele lo llamó para avisarle y le dio la dirección y
el teléfono.
Guillermo
ingresó al pequeño departamento, ubicado en un barrio residencial de la ciudad.
La caja del violín se encontraba abierta sobre
el sofá del living.
Lo
tengo en el dormitorio – dijo ella, sintiéndose
interrogada por la mirada de él. Conversaron amenamente.
Desde
donde estaba Guillermo pudo
observar el violín sobre la cama. En un impulso, se dirigió al dormitorio y tomó el
instrumento en sus manos. El no sabía tocar el instrumento, sin embargo, cada
movimiento de sus manos sobre el violín era un interrogante. Nadie como tu
conoce tanto de Rachéele, sus secretos, dijo en voz alta sin darse cuenta que
ella estaba presente.
De
pronto algo lo hizo volverse. La escuchó
sollozar. La luz que entraba por la ventana daba de pleno en el cabello de la
mujer, destacando aún más su color rojizo, similar a la madera del violín. Se
sintió cautivado. Se acercó a ella y la tomó de los hombros. Rachéele dio
vuelta el rostro y el la besó en
los labios. Surgió natural, deseado, necesario. El romance fue
fugaz pero apasionado.
Ella
igualmente viajó llevándose el violín, como algo que los unía y sostenía hasta
un nuevo encuentro. Guillermo continuó con sus actividades habituales. Pasó el
tiempo y a los dos años de aquello, él debió viajar a Paris, a especializarse
en Filosofía. Lucía, una vieja amiga radicada allí hizo de anfitriona.
Tenía
el teléfono de Rachéele. Se habían escrito algunos mails, unas breves llamadas
telefónicas para saber para saber cómo estaba el otro. Nada más, ninguno quería
insinuarse, inmiscuirse en la vida que cada uno había decidido.
La
llamó. Al otro día marchó hacia Alemania. Se dirigió al atelier que ella tenía
instalado en Berlín. El abrazo fue efusivo, prolongado. Guillermo no tenía demasiado tiempo, debía
dar una conferencia en Viena.
Hicieron
el amor. Y el silencio sentenciaba un presagio, una despedida. Rachéele se levantó envuelta en la sábana, cubierto el
cuerpo a medias, abrió el placar y retiró el violín. Mirando a Guillermo
profundamente, le dijo: Con este violín
he tocado mi primer concierto. Nunca podré agradecerte lo que hiciste por mí. Y se lo
entregó, con una mirada lluviosa que lo decía todo.
Cuando
Guillermo regresó del viaje, llevaba el violín como equipaje de mano. Ricardo,
su sobrino, lo esperaba en el aeropuerto. Como
impaciente joven de 20 años que era, quería que le contara todo en un
instante. Pero en especial lo intrigaba el violín: ¿de dónde lo sacaste? ¡Qué
extraño color de madera! Repetía sin dejar de tocarlo. Ya en el automóvil, Ricardo
le comentó que estaba estudiando música y que el violín lo apasionaba.
Es
tuyo entonces –dijo Guillermo.
En
su algarabía Ricardo no se dio cuenta que la mirada de su tío se perdía en una
imagen que llevaría adentro por siempre.
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