miércoles, 16 de marzo de 2016

Marta Comelli

                           CORONA DE AVIÓN 
Marta Comelli


Hundidas en el barrunto mar las barcazas son sospecha de definitiva pérdida, sus navegantes seres traslúcidos de mar adentro, ahora lejanos a la costa, hurgan con manos y cañas ese inmenso suelo marino que la marea dejó libre a sus delirios de  pesca irrefrenable. Cargan cangrejos y otras especies de mar,  de todas las maneras posibles en las barcas multicolores y se movilizan hombres y mujeres, como animales transparentes atravesados por el sol. Ellos esperan el agua después del fruto para desenterrar sus barcas y volver a la costa, al mercado, al hogar. 
En la otra orilla se divisa una figura de mujer alta y cristalina, tan azul como las aguas de este mar que se acerca, se aleja y moja sus pies y vuelve a su interior blanquecino, espumoso. Y se acerca, se aleja y moja nuestros pies  y vuelve, retrocede y vuelve. El mar juega con la isla. La isla espera. La isla  despojada, incierta de tiempos. 
Mientras, en el centro de su pequeñez, ella mantiene su cuerpo solitario y erguido por obra de las mareas que  la arrasarán  cuando la hora llegue. Allí, solitarios y maravillados por ambas imágenes una de cada lado de nuestro increíble espacio terrenal, saboteamos peces de colores, abrazamos estrellas de mar y pisoteamos su suelo blanco, arena harinosa, polvo para pieles sensibles.  Habrá un momento en el que el agua suba y desaparecerá  debajo de nuestros pies. Se erguirán las barcas y sus felices pescadores, cantando desconocidas canciones encantadoras de cangrejos, langostas, tal vez alguna sirena y regresarán con el agua empujándolos a sus costas reales, nosotros con el compromiso de unos navegantes conocidos por su irregularidad horaria, apenas nos sostendremos sobre un resto del islote cuando ellos arriben en nuestra búsqueda.
Cercanos a la costa aún podemos disfrutar del hundimiento definitivo por hoy, de la isla, igual el sol y desde la precaria barca,  las traslúcidas imágenes de los guerreros del pan, en una costa y en la otra la transparente luminosidad de un cuerpo de mujer, tan débil como incierto a medida que la distancia se acorta. Es posible imaginar, desaparecerá del escenario cuando pisemos  arenas nuevamente.
Ayudados a bajar insistimos en ver la “Corona de Avión” hundiéndose en el mar, pero  él ya ha cumplido con su tarea diaria de alojarla en su interior hasta mañana.
Al volvernos vemos alejarse una silueta inigualablemente azul, aleteando un pañuelo como si fuera un ala.  El día cierra un circuito natural indescriptible y con certeza no en un todo apreciable al ojo humano.                                                                            



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