miércoles, 16 de marzo de 2016

Marta Becker

                                               Visita Inoportuna   
Marta Becker

El Padre Ramón llegó al pueblo para reemplazar al Padre Cosme, quien murió de vejez y un infarto fulminante mientras daba el sermón dominical.
El hombre fallecido fue  llorado ya que era muy querido. Como sabía los secretos de todos muchos lamentaron su deceso pero respiraron aliviados ahora que se los llevaba a la tumba, ya que últimamente el cura estaba un poco disperso y hablaba de más, sobre todo de temas escuchados en el confesionario.
El nuevo Padre trajo muchos libros, algo de mobiliario que dijo ser de sus padres y no los quería perder, poca ropa y completando su mudanza lo acompañaba una morena a quien presentó como la persona que atendía la casa, la cocina y demás trámites.
Luego de instalarse y dar su primer oficio el Padre Ramón le contó a doña Eulalia, representante oficial de las beatas del pueblo, la historia de la muchacha. Se lo dijo como al pasar, pero estaba seguro que llegaría a los oídos de todos y en realidad esas eran sus intenciones.
Un día dejaron en el atrio de la iglesia un canasto con un bebé, con una muda de ropitas y ninguna nota. Nada de nombre, algún dato, alguna referencia, nada. Me hice cargo de la niña, en un acto de caridad y ella creció bajo mi custodia. La llamé como mi madre, María, la bauticé y en agradecimiento, ella me cuida y me acompaña-, fue el relato del cura.
La historia corrió como reguero de pólvora en el pueblo y con la misma velocidad comenzaron los comentarios de todo tipo. Las malas lenguas funcionaban a todo vapor y se armaron corrillos en la carnicería, la farmacia de don Jesús, la panadería y hasta hablaban entre sí del tema las prostitutas cuando no tenían clientes en el prostíbulo.
Suponían –y no se equivocaban- que la muchacha atendía al Padre Ramón en todos los órdenes y eso era algo que las solteronas amargadas no podían permitir. No soportaban  la belleza de María, era algo que hería su amor propio sobre todo porque alimentaba la fantasía entre los hombres, algo que ellas no habían logrado nunca.
El cura atendía con esmero la parroquia y era muy discreto en su vida privada, pero los celos y la envidia son dos pecados difíciles de manejar. Alguien -no se supo quién o nadie lo quiso decir, esos secretos masivos amparados por la cobardía- hizo una denuncia que llegó a la capital acerca de la vida íntima del Padre Ramón. Cuando éste se enteró y antes de que llegara el delegado de la iglesia central  mudó a la muchacha a una casa cercana.
Ella siguió cumpliendo sus funciones  en el cuidado de la casa y las comidas, pero pernoctaba en su nueva vivienda.
El funcionario que se hizo presente decidió compartir unos días con el Padre Ramón, quien se mostró muy dispuesto al interrogatorio y se ofreció gentilmente a darle hospitalidad en la casa parroquial. Imaginaba que así el delegado corroboraría que nada raro alteraba la vida sacra del cura.
Los días fueron pasando y el visitante ocupaba muchas horas hablando con la gente del pueblo. Los comentarios eran diversos, en su mayoría apoyaban al prelado y mencionaban que era muy cuidado en lo personal, pero de las beatas sólo escuchaba desaprobación y enojo. En especial, acosó a María con visitas y preguntas reiteradas en busca de alguna confesión, basado en las habladurías.
Todos estaban convencidos de que el enviado era un hombre probo, fiel a la Iglesia, inmaculado e intachable. El mismo se los hacía saber mientras recitaba los principios ancestrales de la Santa Sede y sus reglas.
Tanto se demoró en las averiguaciones que el Padre Ramón lo increpó - ¿hasta cuándo seguirá la investigación?, consultó, cansado y ansioso de la presencia de la muchacha, que cada vez se hacía ver menos en el templo.
-Todo lleva su tiempo-, fue la respuesta que recibió de alguien que dilataba la visita.
Luego de dos largos meses finalmente anunció su partida.


Dejó a todos mudos y al Padre Ramón  consternado frente al altar cuando se fue del pueblo llevándose a María consigo “para su uso personal”,  dijo.

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