miércoles, 16 de marzo de 2016

María Cristina Berçaitz

Eulalia y Juan  
María Cristina Berçaitz

Las penas caían como bolseadas sobre el pobre infeliz. Andaba por los campos dando lástima con su flacura, sus ropas raídas y la mugre que cubría sus huesos. Los dientes se le habían gastado de tanto roer cuero de vaca y raíces para sacarles un poco de nutrientes.
Cuando golpeó las manos frente a la puerta del rancho de Eulalia para pedirle agua y un plato de comida, ella creyó que era un aparecido. Así, de primera vista, tenía el alto del finado y el ancho de sus hombros era casi el mismo.
Ella le alcanzó un pedazo de pan y un jarro con mate cocido. Al verlo comer le tembló el corazón. Ni los perros cimarrones comían tan desaforadamente como este pobre desgraciado, mugriento y con el pelo largo y enmarañado enredado con abrojos que más parecían hebillas que espinas.
Eulalia le indicó un grifo a la vuelta de la vivienda para que pudiera higienizarse. También le entregó una toalla gastada, un pan de jabón de lavar la ropa y una navaja.
–Tome –le dijo–, frótese con el cepillo de limpiar zapatillas que está ahí; ¡Ah!, y lávese bien la cabeza… y córtese la barba que le quiero ver la cara.
–¿Todo eso por un pedazo de pan verde de moho?
–Si se lava bien le doy un plato de puchero con caldo.
Y ahí fue el desgraciadito con la toalla y el jabón a lavarse y cortarse la barba con la navaja oxidada frente a un trozo mezquino de espejo.
Sí, tenía una cara flaca y descarnada, pero cara de bueno.
–Acá me tiene, doña, ¿me va a dar el puchero prometido? –dijo apareciendo con sus partes pudendas cubiertas con la toalla como si fuera un taparrabos, dejando al aire las costillas que se podían contar una a una.
No terminó de hablar cuando se vio frente a un plato de lata rebosante de verduras y con un pedazo de falda que se deshacía entre sus dedos ávidos. ¡Cuánto hacía que no comía algo caliente y tan sabroso!
–Doña, si quiere que le arregle algún alambrado o que le pase la azada… –y la miró con los ojos agradecidos y ansiosos.
Eulalia fue a buscar algo de ropa del finado. Como había imaginado le quedaba pintadita, un poco floja sobre los hombros huesudos, pero ya había decidido que el hombre se quedaría ayudándola en las faenas del campo, demasiado fatigosas para ella. Ella, por su parte, se comprometía a alimentarlo y a rellenar su pellejo cetrino.
En pocos meses Juan, que así se llamaba el infeliz, había pasado a ser de un pobre desgraciado a un hombre fuerte y musculoso.
Su trabajo era invalorable. Entre otras cosas construyó una nueva letrina, arregló los alambrados que se caían a causa de los troncos podridos, armó un corral para que no se escaparan las gallinas, cambió la paja del techo y renovó la pintura del rancho.
Como se acercaba el invierno, acondicionó el galpón de las herramientas, armó un catre nuevo y lo cubrió con mantas limpias que Eulalia le dio.
Ahora comían juntos en la cocina grande de piso de tierra bien apisonado, y los domingos se sentaban a tomar mate bajo el eucalipto que protegía el rancho.
El hombre se sentía adobado como pavo ante la perspectiva de las fiestas. Hasta se diría que las camisas del finado le tironeaban bajo los sobacos, por lo que las dejaba medio abiertas mostrando el pecho ahora relleno de carne.
Eulalia le temía al invierno, con las noches largas y solitarias y las mañanas blanqueadas por la escarcha. Ella sabía que el frío y la humedad se encarnizaban en las sábanas entre las que se revolcaba en soledad.
Poco necesitó para decidirse. Desde que Juan apareciera sus días eran más cortos y soleados, había rejuvenecido y su cabello lucía brillante y peinado. No quería regresar a lo anterior. A su tristeza y a su melancolía.
–Juan, hace casi un año que estamos juntos, los vecinos murmuran, de modo que si usted sigue acá creo que deberemos legalizar nuestra situación.
–¿Situación? ¿Qué situación? Yo soy su empleado y nada más.
–… Si quisiera podría ser algo más… –dijo coqueta acariciándose la cintura.
Juan la evaluó: la mujer era algo mayor que él, tenía algunas hebras blancas en su cabeza y algunos kilitos de más que la hacían muy apetitosa. Además tenía el rancho –herencia del finado–, y una buena parcela de tierra. Y aceptó. Fueron a ver al cura y al juez y en unas semanas, luego de las publicaciones de rigor, se casaron.
Para festejar fueron a pasar un fin de semana a Luján. Recorrieron la ciudad y visitaron el casino. Nunca antes habían entrado a uno y los encandiló el lujo que los rodeaba.
Suerte de principiantes, salieron con un buen fajo de billetes. Eulalia no cabía en sí de dicha, y Juan, que pensaba en su anterior situación, sentía que era un hombre afortunado.
La muchacha que cambiaba las fichas en la caja les sonrió con un guiño pícaro al ver la cantidad de dinero que se llevaban. Juan se sintió un seductor. A Eulalia, en cambio, no le causó ninguna gracia.
Regresaron al rancho y retomaron la rutina. Pero algo había cambiado. Juan se esmeraba aún más en los trabajos del campo y cuidaba a Eulalia con afecto.
Se sentía dueño y actuaba en consecuencia.
En poco tiempo comenzaron a hacer planes de mejoras y agregaron maní y soja a las cosechas. Eulalia se sentía feliz, su vida había cambiado por completo; hasta se visitaban con los vecinos. Todas las noches le agradecía a la Virgencita el haberle enviado a Juan, y Juan agradecía a Dios su actual bienestar.
Una vez al mes el matrimonio se acercaba a Luján y a su casino, aunque ya no ganaban tanto como aquél primer día en el que la suerte los acompañó por novatos. Siempre la cajera los reconocía y les regalaba su sonrisa cómplice.
No había pasado mucho tiempo de la boda cuando empezaron a hablar de colocar luz eléctrica. En septiembre ya estaba instalada. La felicidad era completa.
Una mañana, como siempre lo hacía, Eulalia se levantó al canto del gallo para calentar agua para el mate. A ciegas, como era su costumbre de tantos años, abrió la garrafa y acercó un fósforo; dejó la pava sobre el fuego y se dirigió al baño. Cuando regresó, el olor a gas era asfixiante: el fuego se había apagado. Manoteó la llave de luz y la accionó.
La chispa que brotó hizo volar la cocina. Eulalia voló con ella y sus pedacitos quedaron esparcidos por el campo.
La velaron a cajón cerrado.
Juan, luego de llorarla comenzó, por consejo del juez, con la sucesión. Eulalia no tenía hijos ni padres, de modo que fue declarado único heredero.
Para ayudar a su duelo cada tanto iba a Luján a rezarle a la Virgencita; de paso se acercaba al casino para disfrutar del lujo, tentar a la suerte y ¿por qué no? recoger las sonrisas de esa cajera. Poco a poco, sonrisa va, piropo viene, comenzaron a intimar.
No habían pasado doce meses que Eulalia había partido y la nueva cocina estaba terminada, linda y reluciente; y la sucesión también.
Juan era dueño absoluto de las tierras y del rancho que mejoraba día a día. Y… él se esmeraba.
Pero Juan tenía otra razón, quería que el rancho entero luciera como nuevo cuando llegara a instalarse su futura esposa, la antigua cajera del casino de Luján.


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