miércoles, 16 de marzo de 2016

María A. Escobar

Ocupas 
María A. Escobar

Hacía rato que nos queríamos ir de la villa.  Nos quedaba chica, éramos muchos en apenas una pieza y un agujero alejado donde hacíamos nuestras necesidades y luego  tapábamos con tierra o barro, según hubiera llovido o no. Entonces Rodrigo tuvo  la idea porque lejos había un bonito barrio donde viví gente que no era como nosotros.  Gente rica que empleaba a algunos de la villa, mujeres sobre todo, para que trabajaran para ellos por una miseria, claro. No confiaban en ninguno pero había tanto custodio que andá a mandarte una macana.
Nosotros no trabajábamos para ellos, que se fueran a la mierda con su guita. Nosotros nos iríamos de ahí, porque cuando a Rodrigo se le metía algo en la cabeza no renunciaba hasta que lo conseguía, así terco era él. Entonces de llevar a la Iris hasta la estación, con la lata de aceite vacía, nos encargábamos nosotros, le dejábamos una bolsa de pan para que comiera y luego a salir corriendo porque nunca faltaba un comedido que nos gritaba que nos iba a denunciar, pero, bueno, era el único ingreso que teníamos y la pobre Iris no se daba cuenta de nada.
Cuando comenzaba la nochecita la íbamos a buscar. Lo primero  que hacíamos era mirar la lata:  a veces estaba casi llena,  otras, por la mitad y también hubo días que estaba vacía porque no faltaba un avivado que se había metido la plata en el bolsillo. No debíamos dejarla sola, pero el único que podía hacerlo era el Rodrigo porque era el más grande, nosotros éramos chicos y cualquiera podía pegarnos un empujón y sacarnos la lata, así de fácil era. Pero ahora estaba ahí, llena hasta la mitad.
Cuando Iris nos veía pateaba, de alegría, sabía que volvía a casa.  Juntos, arrastrando el carrito, volvíamos a la villa.  Dábamos vuelta la lata y apilábamos las monedas, las de diez, las de veinte, las de cincuenta y luego íbamos a lo de Doña Chicha y comprábamos fiambre y pan y una factura para la Iris. Alguna vez hasta pudimos comprarnos una Coca.
El Rodrigo volvió un día y dijo –ya está- y ya está significaba que había encontrado la casa deshabitada. –A veinte cuadras de aquí.  –Vamos a ir de noche, sin nada. En silencio por unos días y luego, de a poco nos vamos llevando las cosas. Y así lo hicimos, prendiendo una vela sólo en la cocina, para que no se viera la luz. Sacar a la Iris con el carrito era todo un lío. Unode nosotros salía con sigilo y miraba que en la calle no hubiera nadie, entonces la sacábamos con una manta sobre el hombro, porque aunque era agosto hacía un frío de mil demonios.
La casa en un tiempo habría sido bonita, pero desmantelada y deshabitada se sentía más frío adentro que afuera. No habían quedado ni canillas, ni caños, ni pileta donde lavar los cacharros, y, en el baño, solo un agujero.  Se olvidaron la canilla que estaba en lo que un día fue un jardín. Realmente no sabíamos  si, después de todo, no era mejor la villa, pero Rodrigo, dijo que, de a poco, iría arreglando todo.  Nuestra madre, envuelta en trapos tiritaba en el piso. Había que ir trayendo las cosas de a poco.  Tal vez Solanas nos prestaba el carrito por unas monedas, total, cirujeando, no sacaba mucho.
A la semana de estar ahí fuimos perdiendo el miedo y empezamos a traer las cosas. Primero la cama para la vieja donde entraba ella y la Iris, después las nuestras y los cacharros para hacer una sopa, porque de fiambre estábamos hartos.
Rodrigo consiguió unos plásticos con los que tapamos las ventanas. Teníamos un brasero en derredor del que nos amuchábamos, mi madre cocinaba con el, así que a veces  había sopa o guiso. Era otra cosa mojar el pan adentro y quedar con la panza llena. Ya casi estábamos contentos de estar ahí aunque los vecinos no nos saludaran, que se metieran su saludo en el culo. Creo que nos tenían miedo, no éramos como ellos, sin embargo no molestábamos a nadie. Una vez vino un policía. No sabemos qué habló Rodrigo con él, pero se fue después de echar una mirada desde la puerta.
La primavera no llegaba, aun hacía frío y no salíamos, salvo por la Iris. Aunque descuidado teníamos un enorme terreno donde estar cuando había sol.
Una tarde vimos unos nubarrones negros que se desplazaban hasta cubrir todo el cielo. Mamá se asomó por el fondo y nos gritó que había que ir a buscar a la Iris, que venía tormenta.
Salimos Rodrigo y yo, corriendo, pero el agua se precipitó antes de que llegáramos. No teníamos nada para protegernos así que llegamos a la estación chorreando agua por todos lados.  Allí estaba la Iris, también hecha sopa. Y se reía la estúpida como si le llovieran monedas de oro.
Agarramos el carrito y la lata, llena de agua y, en el fondo como brillantes peces dorados, algunas monedas. Volvimos chorreando agua, tiritando, dejando círculos de agua en el piso de cemento. Mi madre la secaba a la Iris con un trapo seco y luego la acercó al brasero, ella no temblaba, se sacudía en espasmos violentos. De repente dijo clarito -mamá.  Nunca había hablado, todos la miramos. Luego su cabeza cayó sobre el pecho. Mamá se acercó, le levantó la cabeza, la miró largo rato y luego se dirigió a todos -está muerta, dijo y se hizo la señal de la cruz. Nos acercamos todos. Los ojos fijos, tenían un brillo que jamás habían tenido.


La enterramos en el terreno y quemamos el carrito. Nada de médicos o policía, sería para problemas.  Así la teníamos con nosotros, aunque, de alguna manera, nunca lo había estado.

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