viernes, 19 de febrero de 2016

Marta Becker


Un encuentro  Marta Becker

Hace mucho que la deseo y supongo que lo mismo le pasa a ella, pero se comporta con indiferencia, en un juego típicamente femenino de hacerse rogar.
Por fin un día la encaro. Le pregunto directamente ¿un hotel, tu casa, la mía? y ella opta por lo último, respondiendo con un susurro.
Preparo el ambiente del departamento con toda minuciosidad. Bajo algo las persianas pero a medias, para que entre la luz natural. Música de jazz de fondo - mi preferida-, pongo una botella de champagne en el freezer y me siento en el sillón de dos plazas frente a la ventana a esperar.
Toca el timbre con puntualidad. Cuando abro la puerta me encuentro con su figura esbelta enfundada en un sobrio traje de media estación, tacos altos que estilizan su cuerpo, el cabello teñido de un rojizo claro recogido como al descuido pero que le da un aire de colegiala, una mínima sonrisa y la mirada brillante.
Había estado tan ansioso por tenerla entre mis brazos que cuando la veo me quedo paralizado, como si fuera la primera vez que estoy frente a una mujer y no sé qué hacer.
Sólo cruzamos un simple –Hola-.
De a poco recobro la compostura y la hago pasar. 
Sin intercambiar preguntas me acerco. Comienzo por sacarle la chaqueta. Desabrochar de a uno los botones de la blusa me resulta excitante. Lo hago en cámara lenta, para demorar la situación.
Ella se deja hacer, en silencio.
Le suelto la pollera, que cae al piso. Ante mi queda una escultura. Redondeces perfectas en los lugares adecuados, una piel de porcelana y un perfume a hembra que me embriaga como un elixir.
 Recién en ese momento ella entra en acción, como si se percatara de que tiene que participar, que es un baile de a dos. Me desabotona a su vez la camisa, también despacio, afloja el cinturón, caen mis pantalones y comienza a tocarme el pecho con sus uñas, suave, suave, como se acaricia a un niño.
Comenzamos a besarnos, primero con delicadeza y, de a poco, subimos la intensidad hasta llegar a los besos salvajes del deseo, aquellos que marcan el comienzo de algo, todavía en las preliminares de nuestro reconocimiento.
No hablamos. Sólo la música de fondo.
Le quito el corpiño y quedan a la vista unos pechos fabulosos, macizos, llenos de néctar que toco, primero con miedo como si se fueran a romper, para luego sumergirme en ellos como en el más dulce de los sueños.
Le saco la tanga. Apenas asoma una pelusa rubia que cubre su sexo, protegiéndolo.
La empujo de a poco hasta el sillón, se tiende y comienzo a besarla desde los párpados hasta los pies, lentamente. Me entretengo en sus senos, me pierdo en su monte de Venus para volver a encontrarme con su boca ardiente.
Mis manos la recorren una y otra vez, siento una avidez increíble por poseerla, no quiero hacerle daño y al mismo tiempo lo deseo, para que grite, que implore, que pida…
Me desnudo. Aprieta sus dedos en mi carne, me acaricia con violencia, me apura.
Macho y hembra. Nada más.
Nuestros cuerpos se mueven al compás de la música, Miles Davis marca nuestro ritmo, cadencioso y caliente.
Del sillón pasamos a la cama. Pierdo la noción del tiempo entre jadeos, tactos, caricias, besos, todo mezclado con una furia loca por satisfacernos. Ella es complaciente, yo eficiente.
Toda mi potencia estalla dentro de su cuerpo y acabamos juntos en un estallido de artificios, sudados, felices. Cuánta energía en esta posesión momentánea, sin negación, todo placer.
Permanecemos tendidos en la cama.
Ella prende un cigarrillo y lanza el humo al aire, formando pequeños anillos.
Busco la botella de champagne y vuelvo a la cama con dos copas.
Suena su celular. Atiende. Sí, estoy camino a casa, llego pronto, dice. Mi marido, agrega mirándome nerviosa.
No alcanzamos a brindar.
Se rompe la magia. Se apagan las lucecitas de colores que giraban a mi alrededor. No oigo las campanas de gloria que deberían festejar nuestro encaje armonioso. La música me molesta y no sé qué decir.
Recoge la ropa que había quedado tirada en el comedor, se viste rápido y casi corre hacia la puerta de salida. Se despide con un gesto de la mano y cierra con suavidad.
Sólo queda su perfume.


Un polvo más…

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