Un encuentro Marta Becker
Hace
mucho que la deseo y supongo que lo mismo le pasa a ella, pero se comporta con
indiferencia, en un juego típicamente femenino de hacerse rogar.
Por
fin un día la encaro. Le pregunto directamente ¿un hotel, tu casa, la mía? y
ella opta por lo último, respondiendo con un susurro.
Preparo
el ambiente del departamento con toda minuciosidad. Bajo algo las persianas
pero a medias, para que entre la luz natural. Música de jazz de fondo - mi
preferida-, pongo una botella de champagne en el freezer y me siento en el
sillón de dos plazas frente a la ventana a esperar.
Toca
el timbre con puntualidad. Cuando abro la puerta me encuentro con su figura
esbelta enfundada en un sobrio traje de media estación, tacos altos que
estilizan su cuerpo, el cabello teñido de un rojizo claro recogido como al
descuido pero que le da un aire de colegiala, una mínima sonrisa y la mirada
brillante.
Había
estado tan ansioso por tenerla entre mis brazos que cuando la veo me quedo
paralizado, como si fuera la primera vez que estoy frente a una mujer y no sé
qué hacer.
Sólo
cruzamos un simple –Hola-.
De
a poco recobro la compostura y la hago pasar.
Sin
intercambiar preguntas me acerco. Comienzo por sacarle la chaqueta. Desabrochar
de a uno los botones de la blusa me resulta excitante. Lo hago en cámara lenta,
para demorar la situación.
Ella
se deja hacer, en silencio.
Le
suelto la pollera, que cae al piso. Ante mi queda una escultura. Redondeces
perfectas en los lugares adecuados, una piel de porcelana y un perfume a hembra
que me embriaga como un elixir.
Recién en ese momento ella entra en acción,
como si se percatara de que tiene que participar, que es un baile de a dos. Me
desabotona a su vez la camisa, también despacio, afloja el cinturón, caen mis
pantalones y comienza a tocarme el pecho con sus uñas, suave, suave, como se
acaricia a un niño.
Comenzamos
a besarnos, primero con delicadeza y, de a poco, subimos la intensidad hasta
llegar a los besos salvajes del deseo, aquellos que marcan el comienzo de algo,
todavía en las preliminares de nuestro reconocimiento.
No
hablamos. Sólo la música de fondo.
Le
quito el corpiño y quedan a la vista unos pechos fabulosos, macizos, llenos de
néctar que toco, primero con miedo como si se fueran a romper, para luego
sumergirme en ellos como en el más dulce de los sueños.
Le
saco la tanga. Apenas asoma una pelusa rubia que cubre su sexo, protegiéndolo.
La
empujo de a poco hasta el sillón, se tiende y comienzo a besarla desde los
párpados hasta los pies, lentamente. Me entretengo en sus senos, me pierdo en
su monte de Venus para volver a encontrarme con su boca ardiente.
Mis
manos la recorren una y otra vez, siento una avidez increíble por poseerla, no
quiero hacerle daño y al mismo tiempo lo deseo, para que grite, que implore,
que pida…
Me
desnudo. Aprieta sus dedos en mi carne, me acaricia con violencia, me apura.
Macho
y hembra. Nada más.
Nuestros
cuerpos se mueven al compás de la música, Miles Davis marca nuestro ritmo, cadencioso
y caliente.
Del
sillón pasamos a la cama. Pierdo la noción del tiempo entre jadeos, tactos,
caricias, besos, todo mezclado con una furia loca por satisfacernos. Ella es
complaciente, yo eficiente.
Toda
mi potencia estalla dentro de su cuerpo y acabamos juntos en un estallido de
artificios, sudados, felices. Cuánta energía en esta posesión momentánea, sin
negación, todo placer.
Permanecemos
tendidos en la cama.
Ella
prende un cigarrillo y lanza el humo al aire, formando pequeños anillos.
Busco
la botella de champagne y vuelvo a la cama con dos copas.
Suena
su celular. Atiende. Sí, estoy camino a casa, llego pronto, dice. Mi marido,
agrega mirándome nerviosa.
No
alcanzamos a brindar.
Se
rompe la magia. Se apagan las lucecitas de colores que giraban a mi alrededor.
No oigo las campanas de gloria que deberían festejar nuestro encaje armonioso. La
música me molesta y no sé qué decir.
Recoge
la ropa que había quedado tirada en el comedor, se viste rápido y casi corre
hacia la puerta de salida. Se despide con un gesto de la mano y cierra con
suavidad.
Sólo
queda su perfume.
Un
polvo más…
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