El paraíso de Isabella
María Guadalupe Allassia
L'
elisir d'amore
Y
que es eterna luz decirte puedo
cuanto
aquí ves, y encaja
justamente
como
el anillo corresponde al dedo
Dante
Alighieri. Divina comedia (canto XXXII)
Los
ojos eran como vidrio hecho trizas, por donde la luz entraba con imágenes
centelleantes. Muy lejos, los dedos de las manos crujían y se enfriaban,
mientras los tigres de la Muerte pasaban en silencio por las tierras oscuras de
la habitación y se acomodaban, dóciles, al costado de la cama de cedro. Sólo a
esperar.
Isabella
dejó que el invierno la meciera lentamente entre las sábanas.
Estaba
acostada y sin embargo, le parecía caminar sobre cristalitos de escarcha. Tenía
frío y sabía que iba a morir.
Entonces,
lloró en silencio con una lágrima viva que salía de un solo ojo.
Una
lágrima que quemaba como llama. Desde el fondo de la lágrima oyó un sonido,
mucho más importante que el de los pájaros en invierno o el rumor de los
tréboles movidos por la brisa. Era una voz de hierba verde que venía de algún
lugar secreto, alejado y profundo. La oyó claramente. La oyó como su música
preferida, L'elisir d'amore, una furtiva lágrima. No podía comprender las
palabras porque las palabras, eran música entretejida en el cielo. Seguramente,
música de Gaetano Donizetti.
En
ese momento entró la luz y con ella, el ángel alto, verde y azul, con las
mejillas rojas.
Manso
ruido de aire lo acompañaba, temblor de alas.
Un
ángel, -murmuró Isabella-. Un ángel con voz de menta y hojita de salvia.
Angel
de la Guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche, ni de día. Ay,
ángel, quiero que cumplas mi último deseo.
El
ángel sonrió y asintió con la cabeza, mientras Isabella lo veía flotar sobre la
espuma del mar de Calabria.
-Quiero
comer ajíes, los ajíes rojos y picantes que a mí tanto me gustan.
Sorpresivamente,
entre las manos del ángel, apareció un frasco de vidrio lleno de ajíes pequeños
y coloridos.
-Hermoso
mío- susurró Isabella deslumbrada.
La
luz del espíritu celeste al servicio de Dios, ángel del noveno coro, henchía el
aire y lo transformaba. Ahora todo era azul.
-Te
llamaré Azzurro, caro mío-. Isabella habló despacio, casi en secreto, mientras
el ángel le acercaba con su manos delicadas, dos ajíes.
Isabella
abrió la boca y mordió. Reconoció el sabor conocido y amado.
La
piel se dilató en un millón de bocas calientes y la sangre se entibió bastante.
-Mangia,
che te fa bene- dijo la figura celestial y con un ala empujó a la Muerte y a
sus tigres contra las telarañas grises que se rompieron, asustadas.
Vos
llevate las sillas de Viena, Francesca. También, la vitrina de cristal.
Yo
me llevo el aparador. No, Rosina. El aparador es para Umberto que es el hermano
mayor. No, Francesca. Es mejor que Umberto se lleve la escopeta del
nono.
¿Te acordás? La que usó contra el inquilino cuando ese pobre hombre le comió
los higos de la vieja higuera. No hagan tanto ruido, pidió Antonio. Me parece
que todavía oye lo que hablamos. Aunque tiene los ojos cerrados.
Huele
como la menta.
Isabella
comió otros dos ajíes y se abrió la puerta de la Cruz del
Sur.
De par en par. Isabella vio el barco que venía de Cosenza, lleno de
inmigrantes, como ella. Estaba Vittorio, su marido muerto, con los botines viejos
y el baúl de cuero antiguo. ¿Qué hacés allí, Vittorio, con tu reloj de bolsillo
marcando las tres y veinte, hora de tu muerte? Guardalo, que te lo van a robar.
Sería
bueno que el reloj estuviera en la casa de Laura. Total, para qué necesita ella
otra cosa .Y el cubrecama de hilo, con flecos de seda. Lo pidió la tía Gianna,
para su cama de bronce. Bueno, dáselo. El cubrecama con olor a mar, como decía
el nono.
Otros
dos ajíes.Uno rojo y otro verde. Un puñado de ventanas se abrió en el cielo.
No, no eran ventanas. Eran estrellas. Su luz alumbraba un mar verde y rojo.
-Son
ajíes -expresó el ángel. Un mar de ajíes que alimentan la eternidad. Cuando
sube la marea, por los cantos celestiales, un ángel lleva algunos frutos a un
alma moribunda y buena, tal vez para que sea salvada por voluntad de Dios.
El
mar del extraño elixir tocó a Isabella en la boca y el calor invisible la rodeó
canturreando intensamente.Remedio maravilloso que le permitió ver a sus amigos
italianos, muertos, sonriendo dulcemente al lado de la Virgen María.
-Azzurro,
Azzurrito, quiero ver más.
-Estás
viendo el cielo de América- explicó el ángel- y le permitió ver a Vittorio
sacándose una foto en color sepia al lado de una planta de maíz alta como una
montaña.
Llevate
los platos de porcelana y dale a Emilia la tetera de plata. Se está moviendo.
Nona, nona, no contesta. Huele como las violetas.
Otro
ají. En la cabeza la sangre daba vueltas y abría flores y duraznos maduros
sobre la tierra de América. Porque la tierra también es semilla que cae de las
estrellas.
El
piano lo llevamos mañana. Después de. Marieta buscó el mantel de los domingos,
vainillado en los bordes.
-Rosas,
siento olor a rosas-, dijo.
El
Ángel le alcanzó otro ají a Isabella y sus cabellos calabreses, negros y
ensortijados, se encendieron como un volcán y crecieron, calientes y hermosos,
sobre la almohada blanca.
El
sol balsámico que salía del frasco incendiaba todo. Desde la furtiva lágrima,
Isabella vio a Vittorio. Se acercaba con agua de cuchara, sedosa y fresca, para
dulcificar los labios que ardían rojos y brillantes.
La
habitación ya era un día de vendimia cuando Isabella se sentó en la cama y
dijo:
-Quiero
agua, agua estrellada y mansa como la que me da Vittorio.
Los
familiares cumplieron, asombrados, con el pedido, mientras la vida de Isabella
latía como marea caliente de verano, fuerte y más fuerte y el corazón retumbaba
en rojo y verde.
La
Muerte huyó, con sus tigres avergonzados, por la celosía de las ventanas.
El
ángel, ahora llamado Azzurro, sonrió enigmático y saludó cortésmente:
-A
riverdici presto, Isabella-. Y desapareció como un suspiro amarillo.
Cuando
toda la casa volvió al orden imprescindible y necesario y las sillas de Viena
regresaron alrededor de la mesa familiar, Isabella, sentada como una flor en la
cama de cedro, tomó el frasco que esperaba detrás de la mesa de luz y mordió
con fuerza un ají picante.
Porque
en la vida hay tiempo. Tiempo de buscar y de encontrar.
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