viernes, 19 de febrero de 2016

María Guadalupe Allassia

El paraíso de Isabella 
 María Guadalupe Allassia

L' elisir d'amore
Y que es eterna luz decirte puedo
cuanto aquí ves, y encaja
justamente
como el anillo corresponde al dedo
Dante Alighieri. Divina comedia (canto XXXII)
Los ojos eran como vidrio hecho trizas, por donde la luz entraba con imágenes centelleantes. Muy lejos, los dedos de las manos crujían y se enfriaban, mientras los tigres de la Muerte pasaban en silencio por las tierras oscuras de la habitación y se acomodaban, dóciles, al costado de la cama de cedro. Sólo a esperar.
Isabella dejó que el invierno la meciera lentamente entre las sábanas.
Estaba acostada y sin embargo, le parecía caminar sobre cristalitos de escarcha. Tenía frío y sabía que iba a morir.
Entonces, lloró en silencio con una lágrima viva que salía de un solo ojo.
Una lágrima que quemaba como llama. Desde el fondo de la lágrima oyó un sonido, mucho más importante que el de los pájaros en invierno o el rumor de los tréboles movidos por la brisa. Era una voz de hierba verde que venía de algún lugar secreto, alejado y profundo. La oyó claramente. La oyó como su música preferida, L'elisir d'amore, una furtiva lágrima. No podía comprender las palabras porque las palabras, eran música entretejida en el cielo. Seguramente, música de Gaetano Donizetti.
En ese momento entró la luz y con ella, el ángel alto, verde y azul, con las mejillas rojas.
Manso ruido de aire lo acompañaba, temblor de alas.
Un ángel, -murmuró Isabella-. Un ángel con voz de menta y hojita de salvia.
Angel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche, ni de día. Ay, ángel, quiero que cumplas mi último deseo.
El ángel sonrió y asintió con la cabeza, mientras Isabella lo veía flotar sobre la espuma del mar de Calabria.
-Quiero comer ajíes, los ajíes rojos y picantes que a mí tanto me gustan.
Sorpresivamente, entre las manos del ángel, apareció un frasco de vidrio lleno de ajíes pequeños y coloridos.
-Hermoso mío- susurró Isabella deslumbrada.
La luz del espíritu celeste al servicio de Dios, ángel del noveno coro, henchía el aire y lo transformaba. Ahora todo era azul.
-Te llamaré Azzurro, caro mío-. Isabella habló despacio, casi en secreto, mientras el ángel le acercaba con su manos delicadas, dos ajíes.
Isabella abrió la boca y mordió. Reconoció el sabor conocido y amado.
La piel se dilató en un millón de bocas calientes y la sangre se entibió bastante.
-Mangia, che te fa bene- dijo la figura celestial y con un ala empujó a la Muerte y a sus tigres contra las telarañas grises que se rompieron, asustadas.
Vos llevate las sillas de Viena, Francesca. También, la vitrina de cristal.
Yo me llevo el aparador. No, Rosina. El aparador es para Umberto que es el hermano mayor. No, Francesca. Es mejor que Umberto se lleve la escopeta del
nono. ¿Te acordás? La que usó contra el inquilino cuando ese pobre hombre le comió los higos de la vieja higuera. No hagan tanto ruido, pidió Antonio. Me parece que todavía oye lo que hablamos. Aunque tiene los ojos cerrados.
Huele como la menta.
Isabella comió otros dos ajíes y se abrió la puerta de la Cruz del
Sur. De par en par. Isabella vio el barco que venía de Cosenza, lleno de inmigrantes, como ella. Estaba Vittorio, su marido muerto, con los botines viejos y el baúl de cuero antiguo. ¿Qué hacés allí, Vittorio, con tu reloj de bolsillo marcando las tres y veinte, hora de tu muerte? Guardalo, que te lo van a robar.
Sería bueno que el reloj estuviera en la casa de Laura. Total, para qué necesita ella otra cosa .Y el cubrecama de hilo, con flecos de seda. Lo pidió la tía Gianna, para su cama de bronce. Bueno, dáselo. El cubrecama con olor a mar, como decía el nono.
Otros dos ajíes.Uno rojo y otro verde. Un puñado de ventanas se abrió en el cielo. No, no eran ventanas. Eran estrellas. Su luz alumbraba un mar verde y rojo.
-Son ajíes -expresó el ángel. Un mar de ajíes que alimentan la eternidad. Cuando sube la marea, por los cantos celestiales, un ángel lleva algunos frutos a un alma moribunda y buena, tal vez para que sea salvada por voluntad de Dios.
El mar del extraño elixir tocó a Isabella en la boca y el calor invisible la rodeó canturreando intensamente.Remedio maravilloso que le permitió ver a sus amigos italianos, muertos, sonriendo dulcemente al lado de la Virgen María.
-Azzurro, Azzurrito, quiero ver más.
-Estás viendo el cielo de América- explicó el ángel- y le permitió ver a Vittorio sacándose una foto en color sepia al lado de una planta de maíz alta como una montaña.
Llevate los platos de porcelana y dale a Emilia la tetera de plata. Se está moviendo. Nona, nona, no contesta. Huele como las violetas.
Otro ají. En la cabeza la sangre daba vueltas y abría flores y duraznos maduros sobre la tierra de América. Porque la tierra también es semilla que cae de las estrellas.
El piano lo llevamos mañana. Después de. Marieta buscó el mantel de los domingos, vainillado en los bordes.
-Rosas, siento olor a rosas-, dijo.
El Ángel le alcanzó otro ají a Isabella y sus cabellos calabreses, negros y ensortijados, se encendieron como un volcán y crecieron, calientes y hermosos, sobre la almohada blanca.
El sol balsámico que salía del frasco incendiaba todo. Desde la furtiva lágrima, Isabella vio a Vittorio. Se acercaba con agua de cuchara, sedosa y fresca, para dulcificar los labios que ardían rojos y brillantes.
La habitación ya era un día de vendimia cuando Isabella se sentó en la cama y dijo:
-Quiero agua, agua estrellada y mansa como la que me da Vittorio.
Los familiares cumplieron, asombrados, con el pedido, mientras la vida de Isabella latía como marea caliente de verano, fuerte y más fuerte y el corazón retumbaba en rojo y verde.
La Muerte huyó, con sus tigres avergonzados, por la celosía de las ventanas.
El ángel, ahora llamado Azzurro, sonrió enigmático y saludó cortésmente:
-A riverdici presto, Isabella-. Y desapareció como un suspiro amarillo.
Cuando toda la casa volvió al orden imprescindible y necesario y las sillas de Viena regresaron alrededor de la mesa familiar, Isabella, sentada como una flor en la cama de cedro, tomó el frasco que esperaba detrás de la mesa de luz y mordió con fuerza un ají picante.


Porque en la vida hay tiempo. Tiempo de buscar y de encontrar.

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