viernes, 15 de enero de 2016

Carlos Margiotta



CARMENCITA Carlos Margiotta

Los ruidos de la noche se fueron yendo junto a los invitados que estuvieron celebrando la navidad en casa. Primero fue mi hijo mayor con mi nuera y mis dos nietas, “Mañana salimos para Gesell temprano, dijo Andrés en la puerta de calle mientras se dirigía hacía el auto. Después mi hija embarazada con su marido y mis nietos varones. Mas tarde mi hijo menor con su linda novia, luego mi hermano con su nueva pareja y finalmente mis tres amigos de siempre con sus mujeres.
El pasillo que conducía a la vereda desde el pehache en el que vivía hacía varios años, recortaba el cielo en un rectángulo estrecho dejando ver los últimos estampidos coloreados de los fuegos artificiales, y pensé en la noticias de mañana alertando sobre el peligro del uso de la pirotecnia. Felipe estaba asustado y se había refugiado debajo de la piletón.
Ya dentro de la casa acomodé el tablón y los caballetes de la improvisaba mesa puesta en el patio, le eché agua a las últimas brasas que quedaban encendidas en la parrilla después del asado y entré las sillas al living. La vajilla descansaba limpia en la cocina escurriendo tranquilamente su agua con restos de detergente, mi nuera no quiso que yo lavara los platos.
Decidí subir por la escalera de metal hacia la azotea para mirar el cielo cubierto de estrellas y relajarme un poco. Sabía que iba a tardar en dormirme por la muchedumbre de recuerdos que todos los años me asaltaban esa noche, la noche en que no volvimos a vernos más. ¿Hace 40 años?... sí fue en la Navidad del 76.
Me acosté en la reposera, desabroché mi camisa y aflojé el cinturón que sostenía mi bermuda. Hacia calor, ese calor húmedo y pegajoso que te cubre la piel oprimiéndote los sentimientos contra el pecho. Felipe había salido de su escondite y se acercó a mi lado con un hueso en la boca, mi compañero fiel se daba cuenta de mis estados de ánimo y buscaba que lo acariciara. Me había puesto melancólico por los años que pasaron y los sueños que no fueron.
La casa de mi infancia era grande, tenía dos pisos y desde el balcón del dormitorio de mis padres se podía ver el puerto de San Fernando. En las fiestas venía toda la familia, los gallegos de mamá con mi abuelo José y mi abuela Ramona, mis tíos y cuñadas, mi tía Chela, mis primos y primitas, y los tanos de papá con mis abuelos Marcos y Francisca, detrás de ellos toda la otra prole de tíos, primos, en fin a mi madre le gustaba reunirlos una vez al año.
“Es para reparar las macanas que cometimos” nos decía.
Nosotros éramos chicos y nos divertíamos jugando en la calle con los pibes vecinos hasta la medianoche donde volvíamos a casa para presenciar el brindis de los mayores y recibir a algún tío disfrazado de Papa Noel que traía una bolsa llena de regalos. Después los grandes se ponían a bailar y nosotros salíamos otra vez en la calle para seguir jugando y tirar los últimos cohetes y las cañitas voladoras que quedaban.
Allí estaba Carmencita, la hija del mecánico que vivía enfrente, con ella conocí los secretos de la seducción femenina y mas tarde aprendí a dar besos en su boquita pequeña, escondidos en la oscuridad del baldío de la esquina. Con el tiempo en el barrio todos sabían que íbamos a convertirnos en novios, menos yo. Crecimos juntos, jugábamos juntos, fuimos al mismo colegio y terminamos enamorándonos sobre la cama del cuartito del fondo que se usaba para cambiarse la chica que limpiaba la casa. Entonces no sabíamos que era el amor y lo confundíamos con la calentura. Teníamos mucha piel, bastaba una mirada para encendernos y apagarnos uno sobre el otro.
Terminada las fiestas papá llevaba a la tía Chela hasta su casa y tardaba horas en regresar. Yo lo escuchaba subir la escalera con el paso cansado y mis sospechas de que eran amantes fueron ciertas. Cuando murió mamá la familia no volvimos a reunirnos nunca más, la pequeña, graciosa y atractiva mamá los convocaba a  todos.
Mi hermano y yo nos reuníamos con amigos, y papá entró a deambular por distintos lugares para no pasarla sólo, aunque siempre tenía su lugar privilegiado en lo de la tía Chela donde más e una vez se quedaba a dormir.
Carmen entró en la UBA para estudiar abogacía y yo me decidí por ingeniería. Ambos empezamos a militar en la JP cuando volvió Perón. Después vinieron los milicos y la cosa se puso pesada. La nochebuena del ´76 fue la última vez que la vi. “Me están buscado, tengo que irme ya vas a tener noticias mías.”
Felipe se me acercó y me lamió la mano con la sostenía un vaso con vino, estaba por amanecer y el sueño empezó a ganarme. La muerte de papá terminó por separarnos a todos. Yo me casé con Marta, crié a mis hijos y hoy trato de sobrevivir a su ausencia. Estoy rodeado de muerte, pensé.
Con el tiempo el recuerdo de Carmen fue creciendo junto a mi deseo de volverla a ver. Quería cerrar esa historia que se había convertido en una obsesión pero sabía que era imposible, que solo un milagro podía hacer que me encontrara un objeto perdido hace 40 años.
Baje a la casa y abrí las puertas del dormitorio que daban al patio, necesitaba aire, mi pecho se había arrugado como un bandoneón. Me acosté boca arriba añorando la época en que prendía un cigarrillo antes de dormir. Cerré los ojos dejando que el sueño me llevara 40 años atrás.  Aunque solo sea para decirle adiós, pensé.
A veces el deseo es tan fuerte termina haciéndose realidad, decía mi padre.
En eso sonó mi celular:
-Carlos.
-Si .
-Soy Carmencita, te acordás de mí.

1 comentario:

Raquel dijo...

Me gustó ese relato de ausencia en las presencias. Gracias!