jueves, 19 de septiembre de 2013

ADN Marsa Presti







ADN 
Marisa Presti


 A veces todavía se recordaba a sí mismo. Una imagen nebulosa le mostraba su rostro, desencajado, violento, con los dientes apretados como una trampa para zorros, ésos que cazaba de vez en cuando al llegar el frío; casi tiritaba al evocarlo, como si de pronto se volviera presente su cuerpo agazapado, tenso en la espera de la víctima, musculoso pero al tiempo débil, hundido en una soledad sin palabras. Y luego, el grito rancio, el que surgía de su estómago castigado por el hambre al ver a la presa en su poder. No creía haber sonreído nunca, apenas notaba un gesto grotesco de su boca al llevar al animal agonizante hacia su refugio, escondido entre las rocas y los arbustos altos.
Cuando el cuerpo aún caliente le aseguraba comida, saltaba por largo rato de un lado al otro de la cueva con una alegría extraña, como en un ritual que hoy le parece sin sentido.
Era un hombre alto, de edad no muy fácilmente calculable, quizás cuarenta o cuarenta y cinco; su rostro, de pómulos marcados hundía un par de ojos castaños, de mirada por momentos lejana, inalcanzable, heredera de aquellos vastos y peligrosos territorios que lo cobijaron tantos años.
Se volvió hábil para conservar la vida, dependía de la rapidez de la acción en el momento preciso. Sus dedos, de piel reseca, tejían palmas, afilaban ramas, amarraban animales, cavaban pozos: eran prácticos y fuertes. No pensó, pero si lo hubiera hecho, no se le hubiera ocurrido que servían para otra cosa.
Aún le parecía sentir el pelo largo e hirsuto sobre los hombros, áspero y rebelde, le llegaba a la cintura. Muchas veces, contrariado, había tratado de arrancárselo con tirones violentos, quedándose entre las manos con mechones avejentados. Conocía el peligro de perder un instante frente a las fieras, como aquella vez que el pelo se enganchó tenazmente en las ramas de arbustos altos, impidiéndole moverse. Sin embargo, sus piernas largas y delgadas, lo lanzaban en una carrera veloz apenas podía desprenderse.
Nunca le causó interés su cuerpo, el hambre y el sueño ocupaban su día. No recordaba haberlo mirado demasiado en esos largos años, ni siquiera tocado. Si alguna herida despertaba su dolor, apretaba la boca semidesdentada y salía con violencia a buscar una presa, como si el dolor de otro ser viviente aliviara el suyo.
Tiene en su mano el CD, el que lo muestra allá, en esos primeros momentos en que su vida se cruzó con la de otros. Lo tiene en la mano pero no quiere mirarlo. Aprendió a usar el reproductor, sabe como hacerlo, como tantas otras cosas que lo volvieron humano. Le enseñaron con paciencia, con paciencia de años que no pudo borrar su origen, vuelve una y otra vez ante la mirada preocupada de la doctora, ese otro ser que todavía le resulta extraño.
No conoce la queja ni la satisfacción, pero sabe que lo han tratado de la misma manera que él a los pichones de gorrión cuando encontraba un nido. En especial la doctora; lo mira una y otra vez, de tal forma que se siente incómodo, a veces hasta tentado de ser violento. Ella lo llama Adán. Adán, Adán, Adán. Cuando escucha ese sonido, sabe que ella lo busca.


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