lunes, 23 de septiembre de 2013

Marta Becker



Ese perfume  
Marta Becker

Estaba por entrar a mi casa cuando unos brazos fuertes me paralizaron e inmediatamente me pusieron una capucha. Sin darme tiempo a reponerme de la sorpresa me dijeron –calláte, no grites porque te va a ir mal- y me arrastraron hacia el asiento de atrás de un coche que ya estaba en marcha y cuya presencia yo no había reparado al llegar.
Viajamos alrededor de una hora, calculé, sin que nadie contestara a todas mis preguntas, el por qué, para qué, quién…
Tenía un hombre a cada lado que cuando el coche se sacudía por el empedrado desparejo o cuando agarraba alguna cuneta muy profunda me sostenían. Nada más. Ninguna palabra. La capucha tenía un olor rancio, olor a sucio, a viejo y me cortaba la respiración. Se los dije, pero nadie dio pie a mis quejas.
Cuando paramos me empujaron hacia el interior de una casa. Con los tacos altos pisé mal el pasto de la entrada -eso imaginé que era- y otra vez dos brazos me sostuvieron para no caer.
Su perfume atravesó la tela que me cubría la cabeza, me envolvió con movimientos danzarines, jugó con mis sentidos y quedé como extasiada.
Así embobada me dejé llevar. Recién allí escuché por primera vez la voz, potente, enérgica, que dio la orden de llevarme al sótano -encapuchada por supuesto- dijo. Y así me dejaron, además de atarme los brazos hacia atrás con unas esposas a una silla que noté bastante desvencijada.
Comencé a temblar, no sé si de frío, de miedo, de impotencia, o tal vez por todo.
El lugar olía a humedad, a orines, a suciedad. Traté de dominar las arcadas para no vomitar.
Divagué por varias horas entre la conciencia y la somnolencia, hasta que oí abrirse la puerta e invadió el ambiente el mismo perfume que reconocí de inmediato.
Una mano de dedos suaves comenzó a tocarme, pero comprendí que no era con la avaricia de la lujuria sino con la intención de las caricias. Se deslizó por mis brazos, mis piernas, rozó la cabeza a través de la tela, entrelazó sus dedos por el cabello que sobresalía de la capucha. Despacio, despacio, tomándose su tiempo. Eso me puso más temerosa, la parsimonia en los gestos, el aparente deseo de no hacerme daño, la paciencia de quien sabe lo que hace y espera.
Le hablé con las pocas palabras que me salieron de la boca reseca y la convicción de que no lo iba a conmover. Tranquila- dijo- todo va a salir bien.
Y se fue.
Me dejó sola. Comencé el ejercicio de escuchar. Una canilla perdía en forma
insistente. Alguien fue al baño, oí la descarga. Arrastraron unas sillas y sentí el tintineo de vasos. Eso me dio sed. Comencé a pedir agua a los gritos.  Me oyeron. Alguien trajo el agua, que bebí con una pajita, y se fue. Fue una bendición sentir el líquido en mi boca y cómo se deslizó por mi garganta.
Otra vez sola.
Moví varias veces las manos y las esposas me produjeron dolor en las muñecas.
Perdí la noción de las horas en esa posición incómoda, sin respirar aire puro, hasta que oí que la puerta se abría y nuevamente entraba el perfume. Esta vez no me tocó. Calculé que sólo se quiso cerciorar de mi estado y  salió. No se molestó siquiera en cerrar con llave, igual yo no me podía mover.
No sé cuánto tiempo pasó. Me volvieron al mundo unos gritos y,  por sobre todas las voces, la voz, dando órdenes, esa que intentó tranquilizarme, como una disculpa.
Sentí corridas, puertas de coche que se cerraban, más gritos. Luego el silencio.
Esperé. Intenté adivinar qué ocurría arriba sin resultado.
Supongo que perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba rodeada de policías, tendida en la camilla de una ambulancia que iba camino al hospital.
No pude hacer ninguna declaración que llevara a solución del caso, no había visto a nadie y sólo había oído ruidos y una voz que no pude describir.
Lo único que guardo para mí es el deseo de reencontrar ese perfume, esa voz, ese hombre y pedirle que me aclare todo y después rogarle que me vuelva a tocar de esa manera, con esa dulzura, con esa tranquilidad…

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