jueves, 5 de agosto de 2010

ELENA TEROL SABINO


CABALLERO ALONSO

Alonso había crecido oyendo a sus padres contar historias acerca de las aventuras de su bisabuelo en sus viajes por las Américas y el deseo de emularle le había acompañado desde siempre. Sin embargo no fue hasta el verano del 2009 que se decidió a dejar su pueblecito manchego, alentado por decenas de episodios de "Españoles en el Mundo", la disponibilidad de unos meses en paro hasta que su empresa lo contratara de nuevo al final del verano y el hecho de que un antiguo compañero de estudios le hubiera quitado a su novia Raquel. Estaba convencido de que el susodicho, que nunca había despertado ningún interés entre las féminas, había conseguido tal éxito gracias a unos tatuajes que se había hecho en Londres. Le pareció que si esa ciudad le había servido tan bien al insulso de Tomás, él podría abrirse camino allí sin problema, así que reservó un billete de avión y a los pocos días allí estaba, solo, con todos sus ahorros escondidos en una riñonera extrafina, metida por dentro del pantalón.
El diminuto aeropuerto de Luton se ubicaba en esa tierra de nadie en que además de aeropuertos habitan multicines, algunas estaciones de tren y muchos centros comerciales, tan idénticos en cualquier lugar del mundo que confunden a quien quiera recordar dónde vio tal o cual película, a qué ciudad estaba llegando en cierta ocasión o dónde compró aquella camisa que le favorece tanto. Alonso tuvo la sensación de no haber llegado a ninguna parte hasta que al medio día se vio en Camden, el barrio donde Tomás se había hecho los tatuajes y donde, según contaba, había compartido casa con un cantante de rock, dos directores de cine y un escritor. Era sábado y la calle vibraba con la energía de cientos de personas que habían decidido tomar la vía alternativa al mismo tiempo. Sus aceras hacían las veces de centro terapéutico donde ejercitar comportamientos y deseos ocultos, ya fuera por vergüenza propia o censura de los demás. Por ella paseaba gente con pelos de todos los colores y perforaciones cutáneas a veces tan extensas parecían haberse hecho en un ataque compulsivo. Con ellos convivían unos cuantos "punkis" italianos, apostados en la partmás transitada y encarándose con todas las turistas japonesas que les echaban fotos al pasar. Alonso era feliz caminando por allí y estaba del mejor humor del mundo cuando se encontró con Carlota en un bar cercano a la estación de metro. Ella era lo más parecido que había visto nunca a un dibujo japonés. Tenía unos ojos enormes y el pelo azul. Se dirigió a Alonso directamente en español; tan acostumbrada estaba a distinguir a sus compatriotas del resto de la clientela. Al rato, ya le había hablado de la habitación libre que tenía en su casa compartida y una hora más tarde, Alonso se había mudado allí.
Era la primera vez que Alonso compartía piso y su nerviosismo se vio avivado por la actitud de desdén de los otros tres españoles, que además de Carlota, vivían allí. Paula, Jorge y Marcos le parecieron el tipo de personas que cultiva una imagen hostil con el fin de parecer interesantes. Una imagen que les impedía mostrarse naturales, simpáticos o arriesgarse a hablar mucho y alguien descubriera si bajo tanto misterio existía personalidad alguna. No iba a ser fácil que aceptaran a Alonso y desde luego él no lo iba a lograr desde unos simples vaqueros y una camiseta de Rosendo. Decidido a encajar se paseó por la calle principal en busca de ideas y, cuando empezaba a considerar algún tipo de mutilación tribal que le distinguiera a ojos de sus compañeros de piso, algo en el escaparate de una tienda de segunda mano le llamó la atención. Allí se exhibía un juego de fuentes metálicas, de color cobrizo. Se acordó de sus lecturas del Quijote y disipó sus dudas sobre si llevar una palangana sobre su cabeza resultaría ridículo al ver un tipo pasar con varias piezas de metal acopladas al cuero cabelludo, a modo de cresta.
La palangana gustó a todos menos a Paula. Ella no sólo no le hizo comentario alguno a Alonso, sino que se negó a probar la cena que, contento con su éxito, él cocinó para todos. Alonso no se la podía quitar de la cabeza. No iba consentir que ella le aguara su aventura inglesa. Sospechaba que en realidad se trataba de una chica de buen corazón. Tras una gruesa capa de maquillaje y un pelo fucsia, probablemente intentaba ocultar su fealdad y se protegía de la burla de los demás. Tras la tacañería que le hacía comer únicamente la leche y el pan que se compraba con el fondo común, se hallaba un problema de anorexia. Tras su actitud pútrida, según había estado leyendo en internet, seguramente se escondería un pasado miserable en que no había recibido el suficiente calor humano. Concluyó que lo que ella necesitaba era amor.
Así que, al día siguiente, le compró un ramo de flores del supermercado, la rodeó con sus brazos y le dijo al oído lo mucho que se alegraba de haberla conocido. Fue inútil tratar de explicar sus intenciones al novio de Paula. Por suerte, la palangana amortiguó algunos de los golpes que le propinó.
Aquello le magulló más el ánimo que el cuerpo, aunque no lo suficiente para darse por vencido. La oportunidad de resarcir su orgullo y ganarse de una vez el respeto de todos sus compañeros de piso se le ocurrió gracias al "cling, cling" que producían las gotas de lluvia al caer en un cubo situado bajo el boquete del techo de su cuarto. Siempre que llovía ocurría lo mismo y también siempre le tocaba a Alonso, por ser el nuevo, vaciar el cubo que, debido a un boquete aún mayor, se llenaba en el cuarto de baño. Estaba claro: si conseguía arreglar esos agujeros, todos le tendrían que estar agradecidos y Paula no podría continuar con su actitud.
Con el albor se acercó a la diminuta oficina de su casero. Estaba situada en un edificio de ladrillos oscuros, que rescataba de su memoria el Londres descrito por Dickens y esa mañana resultaba aún más tétrico que de costumbre por estar mojado por la lluvia,. El interior no reflejaba la riqueza de un hombre que era dueño de edificios enteros en una zona céntrica de la metrópoli. Sobre la mesa, un par de teléfonos mugrientos y a un lado, una vieja máquina de fotocopias. Ni ordenador, ni ventanas. Quizá por ello Leo, el casero, era incapaz de entender que Alonso demandara ningún arreglo. Al fin y al cabo, sólo caía agua dentro del piso cuando llovía. Bastaba con poner un cubo bajo el agujero y abrir las ventanas con frecuencia para que no hubiera humedad. Según él, el alquiler de dos mil quinientos euros al mes incorporaba el descuento proveniente del tener un par de agujeros en el techo y la prueba de que sí se podía vivir así era que llevaban allí años y él siempre había encontrado gente dispuesta a alquilar el piso.
Alonso salió de allí con el cuerpo dolorido por la humillación. Temblaba de rabia consigo mismo por no haber podido solucionar el problema. Por haber dejado que aquel hombrecillo le ninguneara. Por haber sentido que era completamente vulnerable a la injusticia. De aquel temblor que le nacía en el estómago surgió la determinación de no dejar el asunto por zanjado. No podía consentir que aquel hombre se aprovechara de ellos, especialmente de Carlota, que tenía asma y a quien las humedades del piso le hacían respirar cada vez peor. Él se ocuparía de darle una lección y entonces se convertiría en un héroe, Paula le sonreiría por fin y Carlota...Carlota le empezaría a mirar con otros ojos...ojos más tiernos. Así que se presentó en el ayuntamiento y, después de dejar su sombrero-palangana en manos del guardia de seguridad de la entrada, consiguió sortear todas las oficinas equivocadas a las que le mandaron sucesivamente y llegar al funcionario que les podía ayudar. Tomaría cartas en el asunto.
Una semana después Alonso caminaba hacia casa absorto en elucubraciones en las se veía con Carlota del brazo y no se percató cuando uno de los chavales del barrio pasó por su lado con una camiseta del Espárrago Rock. Ni tampoco se sorprendió cuando, a los pocos metros, otro llevaba una idéntica a la que él se había comprado en un concierto de Reincidentes. Cuando ya se encontraba cerca del portal, un crío que montaba en bici le despertó de su ensimismamiento dándole una colleja. Fue sólo entonces cuando vio su mochila tirada en el suelo. Cerca algunos restos. Cepillo de dientes, gomina para el pelo, un sombrero. Sintió náuseas y al alzar la vista, para buscar algo que le confirmara lo que ya intuía, les vio a los cuatro observarle desde el portal.
El funcionario del ayuntamiento había hablado con su casero pero sólo había conseguido que esa misma tarde Leo les informara de que necesitaba el piso con urgencia. Oficialmente disponían de unos días para desalojarlo pero él tenía una copia de las llaves y no pararía de hacerles la vida imposible hasta que se fueran. A Alonso le llovieron los insultos de Paula, los gritos de Jorge y Marcos, la mirada despectiva de Carlota. Según ellos, a nadie le molestaban tanto los agujeros del techo. De hecho los preferían a tener que embarcarse en la ardua búsqueda de otra casa que por el mismo precio no tuviera ratones. Carlota no abría la boca y Alonso lo interpretó como una muestra de comprensión. Una lealtad ligada al hecho de que hubiera sido ella quien le había invitado a vivir en aquella casa. Quizá incluso se podía deber a un sentimiento de cariño profundo.
Sus esperanzas aumentaron cuando ella permaneció en el portal a pesar de que el resto hubiera subido ya las escaleras. Alonso se animó a acercarse. Le cogió la manó, la miró suplicante y vio una sonrisa esbozarse en los labios de ella. Entonces sonrió aliviado y por unas fracciones de segundo sus ojos se cerraron, para acompañar esa sonrisa de alivio. No vio venir el escupitajo que ella le echó en la cara. Antes de que pudiera pedirle explicaciones se vio con la puerta en las narices. Mientras se alejaba de allí con la mochila a la espalda, oyó cómo Paula, asomada a la ventana, le anunciaba que se iban a quedar con el dinero que tenía guardado en el cajón de su mesita de noche, por las molestias causadas. Hubiera jurado que su tono de voz por fin se había ablandado.
Unos días después, cuando Alonso reflexionaba sobre qué hacer, desde su exilio en un albergue juvenil, le llegó un correo electrónico de Raquel. En él le contaba que había roto con Marcos y le rogaba que volviera con ella. Se convenció a sí mismo de que no huía, sino que acudía al rescate de su amada, que le suplicaba su retorno.
En el aeropuerto de Stansted intentó abrirse paso entre una muchedumbre distribuida en filas indias. Encontró la fila que le correspondía y pensó que en realidad era un tío con suerte, por poder volver a casa tan pronto gracias al billete que le habían comprado sus padres y al mismo tiempo tener anécdotas que contar. Observó a su alrededor. Los niños suficientemente pequeños descansaban encaramados a las maletas de sus padres. Los demás, apoyaban su peso en su pierna derecha, luego en la izquierda. Algunos leían, otros escuchaban música en su ipod. De vez en cuando, el empleado de alguna compañía aérea vociferaba desde el principio de la cola y enseguida se transmitía entre los pasajeros más alejados el pánico de no saber si habría dicho algo relacionado con su vuelo y si corrían el riesgo de quedarse en tierra. Un niño empezó a llorar. Un anciano aguantaba de pie derecho con cara de desvalido. Finalmente le llegó el turno a la mujer que iba delante de él. Al acercarse al mostrador se encontraba agitada y las palabras salían de su boca amontonándose unas encima de otras. El hombre al otro lado del mostrador arrugó el gesto exageradamente para pedirle que repitiera lo que había dicho. A Alonso le pareció que la ofuscación de aquella mujer le deleitaba. Oyó que ella temía estar a punto de perder su vuelo y pedía que le ayudara. Entornó los ojos con fastidio e informó a la mujer de que ya no podía facturar, miró a Alonso y le pidió que fuera hacia adelante. Como si la mujer ya no estuviera allí. Como si no la estuviera viendo llorar.
Alonso no se movió. Al principio oyó sus propias palabras como si las estuviera pronunciando otra persona. Aquella mujer tenía derecho a que le escucharan después de haber esperado en la cola durante horas. Todos merecían un trato más digno. No podían despreciarles de esa manera, clamaba, a un volumen que podía ser escuchado por sus compañeros de fila, sus pulmones repletos de aire insuflado por el correo de Raquel. Repetía sus objeciones al tiempo que prestaba atención para detectar los deseados comentarios de apoyo. Sólo oyó a una treintiañera susurrarle a su amiga que seguramente Alonso llevaba esa cosa en la cabeza porque regresaba de una despedida de soltero. Ellos eran muchos y los empleados del aeropuerto muy pocos, prosiguió. Había un silencio absoluto. Hasta el rumor de voces había desaparecido. La mujer que iba delante de él en la cola había dejado de llorar y tras él se había abierto un espacio que lo separaba del resto de la cola. Mientras oteaba indagador el horizonte de cabezas, las miradas de desviaban hacia otro lado. Alonso clamó más alto, como un radar que busca una señal en el espacio, pero sus palabras rebotaron en el vacío; en la pared de silencio apretado en que se había convertido la fila de pasajeros. Entonces un murmullo se originó al final de su fila y prendió, llegando a él. "Cállate y déjanos coger nuestro vuelo", decía. La gente era una contradicción unísona. Su enfado estaba directamente relacionado con la humillación y la espera sufridas en el aeropuerto pero lo dirigían a la única persona que había reclamado acerca de ambas. El ruido se elevó y la masa comenzó a empujar hacia adelante. Mientras lo hacían uno pensaba en el taxista grosero que le había timado de camino al aeropuerto, otro en el jefe que le había humillado en la oficina, otro en la pareja que le había abandonado un día antes de su comenzar sus vacaciones en una isla griega. También los había que empujaban sin saber por qué y, sin saber también, lo hacían cada vez con más furia. A medio día todo el mundo había embarcado en sus vuelos. El aeropuerto presentaba su faz de caja de metal. Sólo entonces encontraron el cuerpo de Alonso. Yacía inerte, su mochila hecha jirones a su vera y un poco más allá su palangana de metal.


-Almería, España-

2 comentarios:

natalia_sara_48@hotmail.com dijo...

Que triste, pobre Alonso, no pudo llegar a concretar su sueño!!!, después de las penurias transcurridas y la mala experiencia transitada.

Elena Terol Sabino dijo...

Sí, Natalia, triste historia pero no todo lo que escribo es así. Aunque en inglés, aquí tienes un enlace a mi blog, sobre mis impresiones de la vida en Australia http://othersidesun.blogspot.com.au/