jueves, 7 de mayo de 2009

MARISA PRESTI


TEMERARIO

Casi todas las semanas pasaba unas horas en el pequeño jardín de la librería Cúspide. Le gustaba el lugar; las apacibles tardes de verano le permitían estar al aire libre, aspirar esas bocanadas de vida que parecían emanar de las amistosas plantas que lo rodeaban, mientras leía su libro favorito. La charla de las otras mesas se iba diluyendo a medida que sus ojos y su espíritu absorbían las letras impresas, metiéndose, poco a poco, en el mundo que palpitaba dentro de las hojas de papel.
Al llamar a la camarera para pedirle un café, sonrió para sus adentros ¿Recordaría ella las veces que dejó el pocillo lleno, abandonado a un placer que lo estimulaba más que la cafeína?
Mientras esperaba, miró la tapa del libro que minutos antes había sacado de la mesa de novelas. Le atraían las aventuras; conservaba el espíritu infantil que lo convirtió en pirata junto a Sandokán, lo llevó al fondo del mar en el Nautilus y lo hizo aguerrido y valiente al lado de Tarzán. No fue casualidad que lo eligiera, la imagen de una barcaza zozobrando en un mar tormentoso hizo que desviara su vista de los demás. Y ahora lo tenía entre sus manos. Lo abrió cuidadosamente, leyó la dedicatoria, y con cierta avidez se abandonó a la lectura de las primeras líneas.
Apenas notó el café que apoyaron sobre su mesa; estaba más interesado en visualizar al viejo marino, el capitán Olsen, un hombre valiente y rudo, de tez acartonada por el sol del Pacífico, dispuesto a enfrentar cualquier peligro con tal de obtener la pesca necesaria para alimentar a su familia. Sin esfuerzo, se trasladó a la rústica embarcación amarrada a la costa. El ajetreo y los gritos de los marineros preparando la partida incrementó su ansiedad; un intenso aire salobre fue invadiendo sus fosas nasales. El mar lo iba atrayendo poco a poco, como el sabor de la aventura que lo incitaba a meterse más y más en aquel mundo de hombres rudos, y quizás por eso sintió que pisaba los viejos maderos de la endeble escalera, mezclándose con los marineros que iban y venían por la cubierta.
Cuando la barcaza zarpó, las mesas se habían ido desocupando para llenarse nuevamente de otras caras y otras voces. La camarera pasó a su lado varias veces, podemos suponer que miró el café abandonado en el pocillo. Podemos suponer que lo reconoció y pensó Qué tipo extraño, ¿para qué pide si nunca toma nada?
En realidad, hacía más de dos horas que él estaba leyendo. Casi sin moverse, recostado contra el respaldo de la silla, ajeno a toda realidad que no fuera la de esos hombres en medio del mar. El intenso oleaje que golpeaba rítmicamente la embarcación había llegado a marearlo; con esfuerzo se agarraba de las gruesas sogas y caminaba inseguro hacia donde echaban las redes, para ver como aparecían salpicadas de pequeños y grandes peces plateados. La pesca no era mala, pero el gesto adusto de Olsen revelaba que no era lo que esperaban.
A la hora de la cena, alumbrados por la luz amarillenta de un farol, los rostros se parecían a esos tétricos muñecos de cera que tanto lo asustaban de chico. Un intenso olor a guiso recalentado revolvió su estómago, pero las bocas se abrían con avidez vaciando rápidamente los platos. Después de un largo silencio, el capitán anunció que por radio advirtieron que se aproximaba un fuerte temporal.
El celular sonó varias veces en su bolsillo izquierdo. No advirtió las miradas de impaciencia de las mesas cercanas, ni siquiera el roce del gato negro que se cruzó entre sus piernas. La embarcación zozobraba en medio de un oleaje furioso, bajo truenos y relámpagos que iluminaban de terror la noche cerrada. Los gritos, ahogados por el aguacero, sonaban como lamentos desesperados. Y entonces vio caer la vela mayor, vio a hombres lanzados a la voracidad de las aguas, vio a Olsen tambalear sobre la cubierta, vio que el final había llegado.
Con mano temblorosa tanteó sobre la mesa buscando el vaso de agua. Un desagradable gusto a sal le secaba la garganta. Los músculos, endurecidos, no le impidieron estirar su brazo para ayudar al viejo capitán. Un relámpago iluminó de color plata la nave desierta. Supo que era inútil, ya no estaba frente a sus ojos. Las primeras luces del amanecer despertaron su dolor. La calma del mar lo mecía suavemente, pero su mente recordó todo. Se arrastró hacia el timón que giraba sin sentido y lo obligó a tomar el único rumbo posible.

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