jueves, 7 de mayo de 2009

LULÚ COLOMBO

EL DISCÍPULO

Todo comportamiento humano, dijo, se podría reducir a un sólo impulso: el del poder. Después tosió, y siguió diciendo: entendido éste como el poder de la voluntad y desde luego inseparable de la sublimación. Ante semejante aseveración, todos quedaron como petrificados. Se trataba de algo que nebulosamente olía a sagrado, a esas cosas de iglesia, dijo después uno codeando al vecino. Linda voz pa´vender churros, murmuró alguien cerca del iluminador. En un arremolinar de catarro el orador iba tomando aire y continuaba deshaciendo lenta pero seguramente el tema que había preparado para su conferencia, las polillas le disputaban los haces luminosos y algún que otro insecto hacía su vuelo triunfal delante nuestro sin que nadie se inmutase por ello. Afuera eran las nueve, llovía y sólo los valientes, que eran pocos, se atrevían a cruzar la noche negra. Miré a mi alrededor, me rodeaba el aura del invierno; pieles, perfume y naftalina. El ayudante no entendía muy bien qué tenía que ver esa gente con el de la tos que hablaba de los superhombres. Me parece que al viejo ése le gusta Superman pero no estoy seguro, murmuró enfocando la fogosa mirada. La vehemencia de ese abuelo de ojos llorosos y ardientes, es inolvidable. Y en particular esa frase, que sacó del éxtasis a la gente y la hizo irrumpir en aplausos; él quedó estupefacto ante la efervescencia del público. Nunca se sabía si era un golpe de efecto o la declinación de una vida al borde del colapso, ojos vivos de juvenil pasión y en lo hondo el duro mirar chispeando de rabia del desconsuelo por el fin próximo. Así habló Zaratustra, dijo después de la famosa frase. Y todo terminó con los aplausos, los saludos, la calle, el frío, los coches y todos dispersándose debajo de las enormes cariátides que nos miraban con el ceño fruncido. Yo me quedé quieto, agazapado detrás del fuste estriado de una columna, yo quería saber quién era él, realmente; así es que me animé a interceptarlo. Llevaba una bolsita de plástico con sus papeles y en la penumbra brillaba su saco negro al igual que su mirada. Lo acompaño con el paraguas, si me permite -dije. Receloso pero firme, carraspeó antes de decidir lo que ya tenía decidido. Por su mirada yo sabía, sabía que me había aceptado como "algo viable", no como "alguien viable"; era algún progreso. Se decían cosas terribles de él, no suelo creer en rumores, por otra parte; pero esta leyenda viva me hipnotizó siempre: como el fuego. Caminamos por las calzadas grises esquivando bolsas de basura, en silencio. De repente tosió y dijo, venga, preciso tomar una copa, venga conmigo, quiero contarle algo. Subimos la barranca y el frío nos elevaba, éramos incorpóreos e inmortales y la noche perfectamente helada, como para morir. Entramos en un bar y pidió vino, yo lo seguía alerta y en silencio por miedo de que se arrepintiera. Cuando la bebida fue servida, me dijo, te voy a tratar de vos, sos muy joven, podrías ser mi hijo, ¿sabés? mirame bien, aquí donde me ves ¿sabés dónde estuve? No. Estuve en el infierno. Yo respiré hondo para hacer tiempo, el prócer de la ciudad me estaba diciendo a mí, a mí que soy nadie, que estuvo en el infierno. Perdóneme pero no le entiendo, qué me quiere decir con que "estuvo en el infierno". Eso, que estuve en la ciudad del Infierno y allí conocí el secreto de la inmortalidad; estas son cosas muy serias y además de lo terrible que fue entrar en la ciudad, tengo la condena de no morir y a ello se agrega que no puedo contar mi secreto a nadie. Todos los que me escucharon murieron; todos ellos querían comprender. Me encuentro solo a causa de estas cosas; prefieren no acercarse mucho. Pareces no conocer mi fama y mi sino. Sí, conozco su fama pero no me importa; yo no creo en esas cosas ¿Y en qué creés? En la amistad, por ejemplo. La amistad no es una creencia, aunque fueras mi amigo, no te librarías de morir. Entiendo, pero no veo por qué debería morir, sólo por ser amigable con usted. Trataré de explicarte, aún es tiempo para irte, siempre hay una oportunidad para arrepentirse, pero es sólo una, éste es un camino sin vuelta, te lo advierto. No tengo miedo, me quedo. Pues bien, hace mucho tiempo, no te diré cuánto para no asustarte, me puse a hojear un libro que heredé, tenía unas recetas para elaborar toda clase de cosas, eso me divirtió bastante.
El papel era sedoso y amarillento y las letras, extrañas. Conseguí lo necesario para experimentar y me entretuve bastante en eso, una fórmula, por ejemplo, explicaba cómo fabricar piedras preciosas, otra, talismanes de todo tipo, otra, elixires, y velas y perfumes e infinidad de cosas. Como todo parecía una gran broma, tomé la fórmula de hacer aparecer al demonio. Los materiales eran difíciles de conseguir y otros, no entendía qué eran; mi conocimiento de la lengua era exiguo, así que fui a pedir ayuda a un especialista conocido mío. Trató de disuadirme de hacer el experimento y yo lo distraje diciéndole que realmente se trataba sólo de literatura y que yo no pensaba tomarme trabajo en tonterías. Con ese argumento calmé su excitación que casi llegó al paroxismo al tratar de explicarme y enumerar los peligros. Desoí todo, como puedes ver. Parecía que el viejo profesor me estuviera contando el Fausto, sólo faltaba Margarita en su relato. Y siguió hablando: Así es que comencé a preparar todo; me llevó más de cinco años conseguir lo necesario. Mientras tanto, seguí trabajando en lo mío sin que nadie advirtiera lo que estaba en cierne, hasta que llegó el día del experimento. Una noche, después de muchos vanos intentos, comenzó a bullir el matraz y a enrubecerse. El vapor rubro se fue expandiendo rápidamente y de repente me vi en una ciudad diferente de todo lo que puedas imaginar, no es de este mundo, allí hay angustia de olor acre, cantos tristes y multitudes sin rostro y sin descanso, traté de ver más pero el sufrimiento me cegaba, y en eso, él apareció. No lo nombro, y no lo hagas, porque ante su presencia morirías, nadie resiste verlo. ¿Pero cómo pudo usted soportarlo? Porque la fórmula me proveía precisamente de protección para poder encararlo, pero nadie lo enfrenta y vuelve al mundo de los vivos. Pero, usted lo ha hecho. Sí, en cierto modo, sí. ¿Y luego qué pasó?. No te lo describiré porque no hay palabras para el espanto, y para no llamarlo, porque no quiero que te encuentre ahora, no antes de contarte mi historia. Claro, profesor, estoy muy interesado en conocerla. Entonces, siguió hablando el profesor, el innombrable me dijo: Si quieres vivir, debes ayudarme, tienes que traerme a otros como tú y cuando me hayas traído bastantes, te liberaré de hacerlo y vivirás eternamente. Pero como él es engañoso, llevo infinito tiempo haciendo lo mismo de manera que cuando te vi, adiviné en tu mirada que contigo sí yo ya podré descansar ¿Descansar de qué? Ya lo sabrás. Deberás ayudarme, ahora es tarde para retroceder. Pero profesor, se olvida que estamos en un bar y que lo que usted me está contando es el Fausto; yo admiro su trabajo pero no creo que esto sea real. Mira, estoy cansado de obviedades como la que estás diciendo, hace una eternidad que escucho lo mismo; no se trata de creer. Te daré una prueba de la inmaterialidad de mi cuerpo inmortal; puedes tocarme. Tócame y convéncete. Lo toqué, parecía estar relleno de algodón o de paja, como un muñeco, me estremecí - creo que esto ya no es ficción, es todo de verdad. Sé lo que estás pensando, y es correcto: efectivamente no tengo sangre en las venas, estoy muerto hace mucho tiempo; estoy en el infierno y necesito salir de ello para "vivir", quiero decir, para morir en paz. Miré por la ventana del bar y la calle plana y vacía estaba allí, conocida y fría. Lo miré, era el mismo viejo de la conferencia pero sólo ahora entendía su mirar de fuego, por allí miraba el señor de los avernos. Traté de pensar qué hacer - este hombre está loco de remate, cómo hago para irme ahora. Hube de salir rápidamente de mi perplejidad, se acababa de parar para irse. No se vaya, por favor, no sé qué hacer con su historia. No podrás hacer nada, sólo esperar a mañana y así confirmar que me salvaste la vida; ahora sí descansaré. Y desapareció en la noche. Al día siguiente atravesé la niebla matinal sintiendo el cuerpo entumecido de una manera extraña. El intenso frío deja a la gente con apariencia de fantasmas dentro de sus abrigos. Algo como sombras. La gente está diferente; no siento tanto el frío.Ese zumbido... aparece... y se pierde; es una intermitencia de ondas como la de una radio antigua, ésas son voces, ahora... creo... o estoy delirando con la historia del viejo. Me dijo que espere, ya son las nueve, mejor es que me olvide de la locura de anoche.
El zumbido parece un lenguaje que no entiendo. Estoy cansado, o sugestionado, mejor me voy enfrente a tomar un café amargo para despejarme.
Eran las nueve cuando entró al bar a tomar café y a leer noticias viejas por vicio. Como era habitual, empezó por los titulares y luego, molesto por unos zumbidos, siguió por la de policiales. Nunca miraba la de óbitos, era demasiado joven para eso. Entonces la vio, allí estaba. La certeza le llegó junto con la lectura: el hallazgo, en esa madrugada, del cuerpo del profesor Gerardo Castelvecchio. El espanto estaba en esas pocas letras: "el cuerpo estaba seco, sin una gota de sangre". Una avalancha de imágenes y sonidos afluyeron vertiginosos a su mente sin que los pudiera detener. Páginas y páginas de libros, teorías, fórmulas, amores imposibles, otras vidas, la vida de gente que jamás había visto, gruñidos, guerras, hielo llameante, terremotos, niños despedazados. Y una oleada gigante de horror estalló en sus parietales.



(*) Del libro La coreografía de los mares. Antología. UNR Editora. Rosario, 2002.

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