jueves, 7 de mayo de 2009

MARIA ALICIA ESCOBAR


OTRO PUEBLO

La estación del ferrocarril era lo único que había quedado de este lado del pueblo y era sólo ruinas, pese a los esfuerzos de mi vieja y yo para sostenerla, y a los de Iraola, que apuntalaba paredes y pasaba su enorme escobillón de punta a punta del andén, todos los días a las siete de la mañana. Luego los tres nos dirigíamos hasta el mástil, con una solemnidad patética e izábamos la bandera, que estaba tan desteñida que era difícil distinguir donde terminaban las bandas celestes y donde empezaba la blanca. Y estoy seguro que todos llevábamos en los oídos el ruido de la locomotora trepidando en el andén desierto, un ruido que el viento traía o alejaba, según soplara para un lado u otro. A mitad de la noche también nos despertábamos creyendo escuchar el mismo rugido, para luego, desconcertados, sentir sólo los embates del viento contra el edificio de madera que crujía. Por las vías muertas, que apenas se veían entre el malezal, andaban los pollos de mi vieja y alguno que otro chango venido del otro lado del pueblo con su gomera en la mano. Los días y los meses se hacían largos porque ya no había que esperar el tren y todo lo que el traía: los polvorientos viajeros, de paso por el país, que salían a estirar las piernas y a tomarse algo en el café de Yiyo; el correo; las encomiendas… Hasta Yiyo nos había traicionado, yéndose para el otro lado del pueblo, ahí donde la fábrica había levantado sus feas chimeneas, sus altos muros de cemento de hierro, y había puesto un boliche de esos modernos, con máquinas tragamonedas, con un televisor a color, y ahí iban los chicos que trabajaban en la fábrica -decía mi vieja- y estaban mudos, solos frente a sus máquinas, y no hablaban entre sí ni se contaban nada, como hacíamos nosotros cuando nos reuníamos frente a una ginebra. Y claro, dice mi vieja que ahí nadie escucha porque el ruido es infernal, igual al que ellos hacen con sus motos cuando salen de la fábrica, puro bochinche. Hasta aquí no vienen porque el malezal los detiene y aquí se muere el pueblo. No tienen dónde gastar su plata y no creo que quieran escucharnos a Iraola o a mí, contándoles las cosas que me había contado mi viejo, de mi abuelo y de cuando el ferrocarril llegó hasta aquí dejándolos tan azorados como lo estamos nosotros ahora, viendo desaparecer todo lo que levantamos…años y años de esfuerzo.
Una cinta de asfalto cruza la cordillera, dice mi vieja, y hasta hicieron túneles con luces de neón y el pueblo está todo cambiado…asfalto por todos lados, que lo parió, y nosotros metidos aquí como en un museo, recorriendo los tres con paso lento el andén, de manera que el tiempo se gaste en alguna cosa que no sea solo machacar los recuerdos.
A las seis de la tarde, en invierno, y a las ocho en verano, vamos los tres hasta la punta del andén y arriamos la bandera. Luego tomamos mate callados, escuchando el viento que llega desde la cordillera. También jugamos a los naipes, Iraola y yo, mientras mi vieja limpia los cacharros y nos cuenta cosas del pueblo, porque ella es la única que baja, a traer comida y un poco también a distraerse, creo. Así que al primero que subió lo miramos como quien ve a un marciano. Traía puesta una campera oscura, con el cuello levantado, el pelo corto erizado por el viento, las manos en los bolsillos. Y empezó a hacer preguntas. Iraola y yo tardamos un rato largo antes de entrar en confianza, pero era bueno tenar alguien con quien hablar y el chico parecía estar buscando algo, no se qué. De repente nos dimos cuenta que las cosas, cuando uno se las cuenta a un extraño, toman un color distinto. Iraola y yo ya nos conocíamos demasiado y los recuerdos de uno y del otro se no habían llegado a mezclar de tal manera que parecíamos paridos por la misma madre. El chico se quedó con nosotros y hasta tomó mate, aunque a la legua nos dimos cuenta de que no le gustaba nada, pero los ojos miraban ávidos las paredes ruinosas, los muebles llenos de polvo, los biblioratos envejecidos. Se fue tarde, cuando ya el viendo soplaba de tal manera que había que caminar doblado.
Después empezaron a venir los otros. Y también hacían preguntas. Iraola y yo nos esmerábamos para contarles todo con lujo de detalles, tanto que hasta parecían estar viendo el otro pueblo o creían escuchar el ruido de la locomotora. Todos llegaban a pie, porque sus motos no podían no podían entrar en el malezal; todos llevaban camperas oscuras, con el cuello levantado; todos tenían un rostro duro y ávido; todos parecían estar buscando algo, no sé, algo que se les había perdido. Iraola hacía mate y algunos tomaban y otros miraban a los que tomaban y hacían bromas. Parecían buenos chicos y mi vieja estaba contenta. Por eso no les dijimos que no cuando nos pidieron que nos pusiéramos nuestras viejas gorras, nuestros descoloridos mamelucos y nos sacaron a los tres, en procesión por el pueblo, un domingo en que el viento soplaba con tanta furia que casi no avanzábamos entre el gentío que se había agolpado a los costados de la calle, sólo para vernos pasar.

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