sábado, 22 de febrero de 2020

carlos margiotta


                                                       Los ruidos  
                                               Carlos Margiotta

A esa hora de la mañana, el subterráneo que lo llevaba al trabajo le permitía viajar sin los apretujones de siempre que terminan generalmente en alguna discusión o con el robo a los pasajeros por un punguista, "Cuiden los efectos personales", repite una voz que se derrama en cada vagón desde los altavoces. Sin embargo él, aunque podía viajar sentado siempre lo hacía de pie, custodiando la puerta que se abría junto al andén. Hacía tiempo que venían molestándole los ruidos de la gran ciudad y se sentía acosado entre las voces de la gente y el estrépito de las ambulancias, el andar habitual de los automóviles y colectivos, a los que ahora también se le agregaban las llamadas y conversaciones a través de los teléfonos celulares. Sirenas, alarmas, timbres, campanas, llamados, tonos, bocinas, plegarias, cantos, tambores, risas, ladridos. mp3, murmullos, gritos, llantos, zumbidos, golpes, tic-tac, arrullos... y el horror. En muchas ocasiones los oídos se le crispaban hasta el punto de sentir como un puñal atravesándole los tímpanos, entonces cerraba los ojos para calmar el dolor y se ponía a pensar en un viejo sueño: mudarse a un lugar más tranquilo, donde podría escuchar solamente los sonidos de la naturaleza y el silencio alumbrado de la noche estrellada. Le faltaba poco para jubilarse y era hora de cumplir con el deseo de volver al lugar donde había nacido, a ese lugar sin regreso donde ya no nadie lo esperaba. El vagón del subte era un desfiladero recorrido por vendedores ambulantes que se alternaban disciplinadamente con los que pedían una moneda para comer. Él los conocía a todos, al ciego del acordeón que martillaba el teclado del instrumento sin piedad, al vendedor de herramientas que no pueden faltar en el hogar, al tipo tres pares de medias por diez pesos, al desocupado infectado con HIV que mangueaba para comer, y al más cruel de todos, el que vendía CD con un equipo de música a todo volumen. 
En la medida que transcurría la jornada los ruidos en sus oídos iban creciendo dentro suyo hasta el regreso a su casita en las afueras donde encontraba algo de paz. Los médicos le habían dicho que orgánicamente estaba todo bien, que por la edad, que puede ser un virus o la contaminación ambiental y muchas otras explicaciones que no lo conformaban, Él íntimamente sabía que esas no eran las verdaderas causas. 
En la estación Medrano subió un hombre cubierto con un poncho norteño que le cubría el torso a pesar del calor de diciembre y un charango entre sus brazos. Era de baja estatura y de piel tan oscura como la suya. Sintió como si un hermano lo abrazara fuertemente después de muchos años y el pecho se le arrugó en un puño. El hombre se presentó "Soy de Jujuy...", y se puso a tocar un carnavalito como aquellos que había bailado en la quebrada siendo joven y se permitió seguir el ritmo de la música golpeando el suelo con el pie derecho como si fuera una caja. Los ruidos que lo acosaban en el interior de su cabeza dejaron de aturdirlo por un momento y en su lugar se le aparecieron imágenes de su madre y sus hermanos. El paisaje de la puna envolvía su recuerdo; el corral, las casas de barro, el pozo de agua, las noches frías, el viento y más tarde la María. María despidiéndolo con un beso en el camino que lo llevaría a la ciudad y de allí a la puerta del cuartel. Recordó los días en la milicia donde aprendió a leer y a escribir, el uniforme verde oliva, los rostros de sus compañeros y los disparos. Esos disparos que todavía sonaban nítidamente en sus oídos. Entonces se vio a sí mismo en el monte tucumano, escuchó el crepitar de la metralla y la explosión de los obuses mientras subía la sierra. Vio la sangre y la desesperación, vio el llanto y el dolor, y escuchó los gritos del sargento ordenándole: 
Soldado, métales un tiro de gracia a los heridos... No sea cagón soldado... Ya escuchó al capitán... Sí, en el medio de los ojos... En esta guerra no hay heridos ni prisioneros... ¿Me entendió soldado...? No me diga que tiene miedo... no sea cagón carajo... 
Los aplausos de los pasajeros lo hicieron regresar al presente. Una gota de sudor le cruzo la mejilla y se secó con la manga de la camisa. Después el músico se puso a interpretar una cumbia colombiana mientras el subte se iba vaciando en la estación Florida. Él también bajo con la muchedumbre y desde el andén miró al hombre con su charango, reconociéndolo, entonces le apuntó fijamente con la mirada en el centro de la frente. Luego se dirigió hacia la escalera mecánica donde lentamente subió hasta la avenida, el pecho se le fue agitando y uno tras otro volvieron  los ruidos.


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