sábado, 22 de febrero de 2020

Ariel Félix Gualtieri


                                  Ladrones 
                                          Ariel Félix Gualtieri

Me encontraba viajando en colectivo, no recuerdo hacia dónde. Estaba sentado junto a la puerta, del lado de la ventanilla. Mi compañero de asiento era un hombre más o menos grueso, de unos treinta años. Parecía muy concentrado frente a la pantalla de su teléfono celular, o de algún otro aparato por el estilo. Me habría gustado fijarme en lo que estaba haciendo con aquella máquina, pero me contenía (es que he tenido malas experiencias; la gente suele exhibir comportamientos desagradables, o más o menos agresivos, cuando uno mira de reojo las pantallas de los dispositivos electrónicos que están usando: ¡lo que pasa es que está lleno de gente!). Hay varias hipótesis sobre lo que mantenía tan ocupado al sujeto: tal vez leía su correo electrónico, o algún mensaje de texto; quizás ojeaba una página web… aunque también podría haber estado eligiendo alguna canción para ponerse a escuchar, o mirando fotos… incluso podría haber estado haciendo varias de aquellas cosas a la vez. Bueno, no importa; de cualquier manera siempre desconfié de esos artefactos.

El colectivo frenó en la parada de Plaza Once, frente a una de las entradas de la estación de tren, por la avenida Pueyrredón. Todo ocurrió en cuestión de segundos. Ya los había visto cuando estaban en la calle y se arrimaban a nuestro vehículo a medida que este se iba deteniendo. Eran tres muchachos que debían de tener más de veinte años, delgados y de huesos largos. Sus rostros estaban serios o desencajados. Cuando se abrieron las puertas del colectivo, entraron por la del medio. Uno de ellos se dirigió hacia mi compañero de asiento; los otros permanecieron a unos pasos. El hombre seguía sumergido en su aparato y no se percató de nada. Mi posición me otorgaba una vista privilegiada. El ladrón fue acercando la mano con una lentitud exasperante, hasta que finalmente aferró la parte superior del teléfono de nuestro amigo. Inmediatamente comenzó un forcejeo entre ambos que no duró mucho; y en un abrir y cerrar de ojos, los jóvenes delincuentes ya estaban volando por la avenida Pueyrredón y pronto desaparecerían, tal vez para siempre. El hombre, por su parte, se levantó y corrió unos pasos por el colectivo en dirección a la salida, como si fuese a perseguirlos, pero pronto se detuvo y volvió a su asiento. Cuando advertí que todavía conservaba el celular en la mano, experimenté una sensación de desilusión.

Al día siguiente, de camino al trabajo, entré a una santería de la calle Uriburu para comprar una estampita de San La Muerte. «Se la daré solamente si recupero lo mío», me dijo el vendedor. Saqué el teléfono celular que llevaba en mi bolsillo y se lo devolví. El hombre lo tomó con ternura y, sonriendo con los ojos, lo comenzó a acariciar, como si fuese una mascota. «Tome», me dijo dándome la estampita con su oscura oración en el reverso. Cuando estaba a punto de salir, me gritó: «¡Por lo que más quiera, sea más cuidadoso, es la séptima vez que la pierde!».

Me dirigí a la oficina, que se encontraba a unas pocas cuadras. Fui por un camino directo, a paso rápido, sin detenerme en ningún lado. Llegué al cabo de tres horas. En la puerta del edificio me abordó el guardia, que a la vez era mi exnovia, y que también se trataba de mi abuelo. Me dijo a los gritos que estaba despedido y que no podía entrar. Traté de suplicarle, pero apenas comencé a hablar, me interrumpió: «¿Otra vez?..., ¡¿otra vez?!». Y mientras decía aquello, señalaba con la mirada —una mirada triste y llorosa— el extremo de uno de mis brazos. Me di cuenta entonces de que me faltaba la mano derecha. Salí corriendo.

Mientras me alejaba del lugar comenzó a llover, lo que fue una suerte porque así no tuve que aguantarme las lágrimas.




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