sábado, 22 de febrero de 2020

Daniel Moyano



Hombre junto al muelle  
Daniel Moyano

Mar bastante gris, la mañana fría apenas amaneciendo, del hombre solo en el muelle se veían apenas las manos sosteniendo la caña de pescar y apenas bocetado su perfil como borrado por aires marinos. También apenas unos metros de hilo y el resto sumergido en un aire brumoso, imposible divisar la boya en el oleaje donde la mirada ausente del hombre de perfil quizás estuviese alzada hacia un improbable más allá buscando un horizonte de peces.
Hombre, muelle y mar, todos solos, se habrían fijado así para siempre si el viento no hubiera movido de vez en cuando los extremos de su abrigo. El hombre quieto no parecía tener siquiera pensamientos por dentro, tallado en su propia carne junto al mar intallable. Reposaba en su postura como un resto que el otro oleaje de la ciudad hubiese depositado junto al mar, inutilizado ya por las oficinas y los ascensores, los relojes y los recuerdos.
La ciudad le había dejado intacta una parte apta de su pensamiento, orientado hacia un solo camino que terminaba en la boya. Si pican, podré sentir el hilo tenso y comenzar a girar el carrete. Me gustan los peces pesados, me gusta sentir un peso del otro lado del hilo antes que el sol se levante y lleguen los turistas.
Otro hombre apareció por un extremo del muelle. Lindo mar, pensaba, acá uno se siente real- mente libre. Me gusta el mar, alguien con quien conversar y sentir el frío del alba en las orejas.
El hombre de perfil atisbó al otro, que se había parado a su lado, justo cuando parecía que había picado algo. Si me quedo quieto sin mover un dedo, quizás no me hable, no me pregunte nada, no me recuerde nada. En todo caso puedo fingir que soy mudo y hacerle algunas señas, levantar el dedo pulgar para indicarle una primera imposibilidad grande de hablar, y luego con el índice apoyado en la palma de la otra mano decirle algo incomprensible que lo desaliente.
Curioso, no quiere hablar, mira como si estuviese odiando el mar, tan hermoso, y si le digo lindo día será ridículo, si le pregunto si pican me odiará. Soy del norte, le digo, de una provincia montañosa, nunca había visto el mar, me gusta la gente también; entonces seguro él me dice caramba y lo lamento mucho, pero él ¿no ve que estoy pescando?
Si me muevo un milímetro seguro me va a decir algo. Si fuera dueño del mar lo echaría de aquí, parece que algo está picando, mejor muevo la caña, aunque eso lo animará a hablar, puede preguntarme si pican, Dios mío, cuántas palabras estoy usando. Si giro de golpe y lo empujo se lo lleva el oleaje, un golpe y nada más, pero qué manera de pensar, qué bajo estás llegando, qué manera de pasar las vacaciones.
El hombre de perfil enrolló rítmicamente el hilo, se alzó la boya y en la punta del anzuelo apareció un cangrejo chico, cuando lo tuvo en su mano lo sacó cuidadosamente para no lastimarlo demasiado con el anzuelo, después lo tiró al mar. Puso otra carnada y arrojó el anzuelo esperando resignado que el otro empezase a hablar. La claridad del sol invisible todavía volvió un poco más humano el perfil del pescador.
No ha dicho una sola palabra desde que picó el cangrejo hasta que lo tiré. Eso está bien. Pero ya hablará. Debe tener una voz horrible. El año pasado fue lo mismo, un imbécil me preguntó porqué pescaba y luego tiraba los pescados. Como si uno pudiera andar llevando pescados en la mano para que le pregunten a uno todavía adónde los pescó. Aquél era un cretino, lo recuerdo, este otro tiene en cambio una cara de infeliz, una cara de descendiente de esos espantosos indios del norte.
El hombre de pie se acercó más al pescador y se puso a mirar la boya. Buenos días amigo, dijo después arrepintiéndose, y cuando vio que el otro no le contestaba metió las manos en los bolsillos y siguió mirando la boya.
Tendría que haberle contestado caramba, y decirle enseguida que se fuera. Habla cantando y cansado. Quién sabe de dónde es, con esa cara de noticias policiales. Si me dice lindo día le voy a contestar duro, juro que le voy a decir algo. Seguro que me va a Tendría que haberle contestado caramba, y decirle enseguida que se fuera. Habla cantando y cansado. Quién sabe de dónde es, con esa cara de noticias policiales. Si me dice lindo día le voy a contestar duro, juro que le voy a decir algo. Seguro que me va a decir entonces que es la primera vez que ve el mar. ¿Sabe?, dice el muy miserable, es la primera vez que veo el mar. Entonces le digo ahora lo tiene todo para usted solo para que no me pregunte qué pesco y por qué tiro los pescados. O capaz que me pregunta ¿pican?, y entonces le contesto, esta vez sí le contesto, le digo que qué le parece a él y si no tiene algo menos estúpido para decir. O mejor lo insulto directamente o le tapo la boca con el primer pescado que saque, le froto la boca con las escamas del pescado. Cómo me gustaría retorcerle las orejas en el momento en que me pregunte si soy de Buenos Aires, pero seguro me va a preguntar por qué tiro los pescados al mar. Dígame una cosa, le digo mirándolo de frente, ¿puedo o no puedo pescar? Él me dice que sí, naturalmente (odio esa palabra), por qué no voy a poder pescar, entonces yo le digo que eso estoy haciendo, estúpido le digo, ¿ya no se puede salir a pescar en este país? Capaz que entonces me dice que una prueba de que se puede pescar es que precisamente eso estoy haciendo, pero entonces le digo para qué diablos pregunta lo que está viendo, y él entonces sonríe, no tiene otra cosa que responder y por eso se ríe, y entonces me larga de golpe la pregunta por qué tiro los pescados al agua.
La boya se hundió varias veces y el pescador, después de gozar la tensión del hilo y sentir por él el peso vivo en sus manos, comenzó a enrollar el carrete sintiendo que era feliz. Debajo del rojo vivo de la boya un pez del tamaño de un gato giraba en el aire buscando su propia turgencia hecha de escamas blancas y gotas de agua verdosa que volvían al océano, luego inició el camino ascendente hacia las manos del pescador. Este lo sacó cuidadosamente del anzuelo para no lastimarle la boca. Le hablaba al pez en voz baja, como para que el hombre que estaba a su lado no pudiese oírlo. Lamento tener que lastimarle la boca, pescadito, pero esto es necesario, ¿eh? No, eso es imposible porque usted es un pez y yo, en cambio, soy un hombre, especialmente del otro lado del anzuelo. ¿Puede ver la diferencia? Vamos, no tantos coletazos, eso hará que se le agoten más pronto las reservas. ¿Sabe lo que hago yo con pescados como usted? ¿No lo sabe? Esto. Y que no lo vuelva a ver por mi anzuelo.
El pez vibró unos instantes en el aire y cayó al agua. El hombre preparó otra vez la carnada, arrojó el anzuelo y siguió mirando la boya, con la mente bastante en blanco, satisfecho, sonriente, casi feliz.
El otro hombre también miraba la boya. Es curioso que tire los pescados al agua. El cangrejo, vaya y pase; pero éste era un hermoso pescado. Me gusta el mar, me gusta ver un hombre pescando en la orilla. Nunca había visto un hombre tirando los pescados al agua. Él debe ser muy feliz con eso. Me gustaría hablar con él, preguntarle por ejemplo por qué lo hace, pero más bien parece sordo o está muy nervioso. Debe ser de esas personas que les gusta estar a solas.
¿Y ahora qué me va a preguntar? ¿No tengo derecho a sacar un pescado y tirarlo al agua? ¿Ni siguiera eso está permitido en este país? Pasado mañana vuelvo a la ciudad, ¿entiende? Me quedan dos días para pescar, y después tendré que volver a resolver problemas. Porque yo tengo problemas, ¿no es así? Entonces él me dice que lo sor-prende que yo saque pescados para tirarlos, y yo dejo la caña en el suelo y me paro frente a él y lo sacudo para poner de una vez las cosas en su lugar. Entendámonos de una vez, le digo. ¿Con qué derecho me pregunta por qué los tiro al agua? Porque acá no se trata del derecho que tengo para hacerlo sino del derecho que no tiene usted para preguntarlo. ¿Para qué quiere romperme el juego? ¿No se da cuenta de que si le contesto algo se me rompe el juego? Me costó años aprenderlo, con él me salvé del aburrimiento, porque lo único que puede hacer uno cuando no tiene que resolver problemas es aburrirse. Yo no me aburro, ¿entiende? Soy feliz, ¿lo sabía? Completamente feliz. Entonces él me atormenta con los pero, aunque, sin embargo, y entonces ya no habrá
porque lo único que puede hacer uno cuando no tiene que resolver problemas es aburrirse. Yo no me aburro, ¿entiende? Soy feliz, ¿lo sabía? Completamente feliz. Entonces él me atormenta con los pero, aunque, sin embargo, y entonces ya no habrá paz, no me podré controlar, vendrá la desesperación y me pondré a llorar, cómo sé eso, y él para colmo me tendrá lástima, me rebajará hasta su lástima, me palmeará el hombro con sus inmundas manos diciéndome que no es para tanto, y ya no podré volver en la mañana húmeda y sola, solo, todo el mar para mí antes del sol y los turistas, sus pelotas, sus sombreros, sus ra- dios y sus perros.
Se le habían turbado los ojos en lágrimas, no veía la boya medio hundida por un enorme pez prendido, no sentía su peso, y cuando giró el perfil para buscar la insoportable piedad del hombre, éste había desaparecido, aunque se veía todavía una parte de su abrigo oscuro en la otra punta del muelle.
(1989)

No hay comentarios: