sábado, 22 de septiembre de 2018

Manuel Vicent


Lágrimas  
Manuel Vicent

Mi habitación en La Habana daba a un patio interior que tenía mucha resonancia.
El ama de casa me advirtió que hacia la medianoche oiría el orgasmo de la mulata del primero derecha; luego, al amanecer, me despertaría el canto de una docena de gallos que los vecinos criaban en las terrazas y enseguida, abajo en el solar, comenzaría a llorar Camilito, el hijo de la negra Teresa.
Todo se producía según lo esperado cada noche, aunque el llanto del niño parecía no tener fin cuando empezaba a llorar después de que cantaran los gallos. Camilito berreaba sin parar, a veces se encanaba y al quedarse más de un minuto sin respiración yo creía lleno de angustia que había muerto, pero ese silencio sólo era un punto de apoyo para redoblar el sollozo con más fuerza todavía. En medio de su berrinche, que podía durar una hora o más, se oía la voz melodiosa de la negra Teresa, que decía: "Camilito, mi amol, qué te paaasa". Al final el niño conseguía ser atendido y su llanto había tenido un sentido.
Los bebés lloran como un mecanismo de defensa cuando sienten hambre, sed, frío, calor u otra molestia. Basta un mínimo problema, el biberón, el chupete, los pañales, para que el bebé llame la atención. Madres amorosas, niñeras solícitas, criadas cariñosas o enfermeras profesionales acuden a la cuna tan pronto como oyen que un niño mimado emite el primer vagido.
Camilito lograba que su madre le atendiera después de desgañitarse durante una hora seguida; muchos niños afortunados lo consiguen en menos de un minuto, pero hay millones de niños que no obtienen nunca una cosa ni otra. En el campamento de refugiados ruandeses en Tanzania me di cuenta de que los niños no lloraban. Sólo miraban fijamente a sus madres. Un médico me explicó que allí los niños no lloraban porque su cerebro ya había codificado a través de su larga miseria heredada que el llanto no les servía de nada.
El dolor estaba asimilado al silencio.
En la tragedia de Haití se ha visto en una foto famosa al bombero Óscar Vega con un niño de dos años en brazos, rescatado de los escombros. El niño tiene lágrimas en los ojos, pero tampoco llora. Sin duda ha aprendido bien la lección mucho antes de nacer. Sabe que al final del llanto no hay nada ni nadie.
Sólo parece asombrado de seguir vivo.

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