Gregorio
Gabriela Carrera
Cuando
era niña, antes de ir a dormir, su papá le contaba cuentos. Para despejar los
temores nocturnos y fomentar así, curiosidad por las historias. De todas la que
más le atraía era la de Gregorio, el Dragón que había perdido su amuleto. Una y
otra vez le pedía que se lo contara. Algunas veces Gregorio traía chaqueta de
cuero porque tocaba en una banda de Rock y otras tantas llevaba armadura de
caballero, necesaria para ayudar al Rey Arturo a salvar su reino.
Las
historias continuaron hasta llegada la adolescencia. Más tarde se las
obsequiaría escritas en papel. Llenó su
cuarto de bellos libros que devoraba cada vez que tocaban sus manos. Y llegó la
universidad, los amores, los viajes, la independencia.
En
vísperas de su boda, había vuelto a la casa paterna. Instalada allí por unos
días hasta el gran acontecimiento. Esa mañana desfilaron modistas, para
terminar con los últimos detalles del vestido, el peluquero y la maquilladora
que la tuvieron frente al espejo toda la tarde, acordando venir bien temprano
la mañana siguiente. El fotógrafo con muestras de estilos al que le fue
imposible negarse, un amigo de la infancia que pasó a saludar. Los chicos de la
florería, que trajeron el ramo y el tocado. Y más tarde los de la confitería, con
el pastel. No faltaba nada.
Para
la hora de la cena, en la gran mesa del comedor se apilaban las cajas de pizza,
queso sólo para los pequeños diablos de sus sobrinos, jamón y morrones para sus
hermanos, rúcula y parmesano que compartía con su mamá y para él, el contador
de cuentos, roquefort. Risas y anécdotas de sobremesa para coronar un día lleno
de emociones. Un brindis por la futura esposa y el deseo de una boda colmada de
buena fortuna. Sus amores más queridos estaban allí alrededor de la gran mesa.
Mañana
comenzaría a escribir su propia historia con el amor de sus sueños. De quien
estaba locamente enamorada.
Ya
en su cuarto y con la casa en silencio, tomó nota de un par de ideas para la
nueva revista que la agencia quería lanzar. Estaba trabajando desde hacía un
tiempo en ello. Se tomaría un par de semanas hasta volver del viaje de bodas,
necesitaba mandar un par de mails. Bajó a la sala en busca del ordenador, del
cuarto de lavado que se encontraba en el sótano, oyó un ruido. Por debajo de la
puerta se veía luz, su madre estaría poniendo ropa a lavar, pensó. Abrió la
puerta y comenzó a descender los escalones. El espacio se colmó de una luz azul
tenue, por la minúscula ventana podía verse el jardín, y parte de la vereda,
recordó cuando de niña se refugiaba en ese lugar para sumergirse en las
historias de sus cuentos, cuando notó su presencia. Estaba allí parado en sus
dos patas traseras, sus ojos azules mirándola, las escamas grises que cubrían
su cuerpo le brillaban. Así lo recordaba de sus sueños. Gregorio. La
respiración tibia le salía de sus enormes narices. Sus alas pegadas al cuerpo,
hacía que se moviera con dificultad, en el espacio reducido del sótano. Atinó a
darle un abrazo, como se abraza a un viejo amigo de la infancia. Él la rodeó
con su cola para acercarla a su pecho. Notó que no llevaba chaqueta de cuero,
ni armadura de caballero, vestía un elegante frac de color negro y moño anudado
al grueso cuello. –Qué elegante estás esta noche Gregorio, le dijo - Vine por
mi amuleto, madame le contestó en una voz pausada y ronca. Con sus manos y
ayudándose con los pies trepó por el costado del dragón, como un jinete
intrépido se tomó del lomo y le dijo – Estoy lista. Partieron dejando una estela
gris y un gran hoyo en el sótano.
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