sábado, 22 de septiembre de 2018

Gabriela Carrera



Gregorio  
Gabriela Carrera


Cuando era niña, antes de ir a dormir, su papá le contaba cuentos. Para despejar los temores nocturnos y fomentar así, curiosidad por las historias. De todas la que más le atraía era la de Gregorio, el Dragón que había perdido su amuleto. Una y otra vez le pedía que se lo contara. Algunas veces Gregorio traía chaqueta de cuero porque tocaba en una banda de Rock y otras tantas llevaba armadura de caballero, necesaria para ayudar al Rey Arturo a salvar su reino.
Las historias continuaron hasta llegada la adolescencia. Más tarde se las obsequiaría  escritas en papel. Llenó su cuarto de bellos libros que devoraba cada vez que tocaban sus manos. Y llegó la universidad, los amores, los viajes, la independencia.
En vísperas de su boda, había vuelto a la casa paterna. Instalada allí por unos días hasta el gran acontecimiento. Esa mañana desfilaron modistas, para terminar con los últimos detalles del vestido, el peluquero y la maquilladora que la tuvieron frente al espejo toda la tarde, acordando venir bien temprano la mañana siguiente. El fotógrafo con muestras de estilos al que le fue imposible negarse, un amigo de la infancia que pasó a saludar. Los chicos de la florería, que trajeron el ramo y el tocado. Y más tarde los de la confitería, con el pastel. No faltaba nada.
Para la hora de la cena, en la gran mesa del comedor se apilaban las cajas de pizza, queso sólo para los pequeños diablos de sus sobrinos, jamón y morrones para sus hermanos, rúcula y parmesano que compartía con su mamá y para él, el contador de cuentos, roquefort. Risas y anécdotas de sobremesa para coronar un día lleno de emociones. Un brindis por la futura esposa y el deseo de una boda colmada de buena fortuna. Sus amores más queridos estaban allí alrededor de la gran mesa.
Mañana comenzaría a escribir su propia historia con el amor de sus sueños. De quien estaba locamente enamorada.
Ya en su cuarto y con la casa en silencio, tomó nota de un par de ideas para la nueva revista que la agencia quería lanzar. Estaba trabajando desde hacía un tiempo en ello. Se tomaría un par de semanas hasta volver del viaje de bodas, necesitaba mandar un par de mails. Bajó a la sala en busca del ordenador, del cuarto de lavado que se encontraba en el sótano, oyó un ruido. Por debajo de la puerta se veía luz, su madre estaría poniendo ropa a lavar, pensó. Abrió la puerta y comenzó a descender los escalones. El espacio se colmó de una luz azul tenue, por la minúscula ventana podía verse el jardín, y parte de la vereda, recordó cuando de niña se refugiaba en ese lugar para sumergirse en las historias de sus cuentos, cuando notó su presencia. Estaba allí parado en sus dos patas traseras, sus ojos azules mirándola, las escamas grises que cubrían su cuerpo le brillaban. Así lo recordaba de sus sueños. Gregorio. La respiración tibia le salía de sus enormes narices. Sus alas pegadas al cuerpo, hacía que se moviera con dificultad, en el espacio reducido del sótano. Atinó a darle un abrazo, como se abraza a un viejo amigo de la infancia. Él la rodeó con su cola para acercarla a su pecho. Notó que no llevaba chaqueta de cuero, ni armadura de caballero, vestía un elegante frac de color negro y moño anudado al grueso cuello. –Qué elegante estás esta noche Gregorio, le dijo - Vine por mi amuleto, madame le contestó en una voz pausada y ronca. Con sus manos y ayudándose con los pies trepó por el costado del dragón, como un jinete intrépido se tomó del lomo y le dijo – Estoy lista. Partieron dejando una estela gris y un gran hoyo en el sótano.

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