domingo, 25 de marzo de 2018

Gerardo Penini



QUIÉN LO IBA A PENSAR…  
Gerardo Penini

Le juro, pero que se mató, se mató. Así, no sé si de repente o fue poco a poco, sólo le puedo decir que nadie, pero nadie iba a pensar que terminaría como terminó.
Todos lo admirábamos un poco, fíjese que ser escritor y en esta ciudad. Casi un héroe. O casi todos lo admirábamos, la verdad ahora que lo pienso es que para algunos era un perdedor, un iluso. Para otros nada más que un tipo pintoresco.
Tal vez empezó hace tiempo, cuando un día que lo fui a visitar estaba charlando sentado al fresco, bajo el gran damasco del fondo. Hablaba muy animado y en eso vi cómo caían damascos maduros. Le juro, caían y caían sobre él, que seguía conversando con alguien que yo no pude ver. Cosa muy rara, porque la fruta por más que esté madura no cae así, toda en una tarde. Pero los damascos no paraban de caer. Cuando él estaba tapado por esa pila fragante empezaron a llegar abejas, saludé nomás desde la galería y salí a la calle.
No, ya le dije que no pude ver con quién hablaba. Después salió publicado ese cuento tan lindo sobre las abejas que llevaban néctar de los damascos a la abuelita que hacía dulce y la planta que hablaba. No sé para qué se lo cuento, usted lo debe haber leído.
Ahora le digo que susto grande me llevé cuando lo vi con unas gotas de sangre en la camisa. En ese momento fue tal la impresión que no reparé en que era una camisa cuello duro ni en que tenía un moño de seda desarmado bamboleándose sobre el pecho. Aparte de las gotas rojas me llamó la atención una larga pluma como de águila que esgrimía en el aire y una música que llenaba toda la casa. Pero no tenía radio ni tocadiscos ahora que lo pienso. Le juro que esa vez le grité… ¿Qué te pasó? Le dije mientras trataba de verle alguna herida. “Nada – me dijo- estoy escribiendo palabras de amor, tal vez un poema o tal vez no”. Me quedé parado sin saber qué hacer y él se trepó a la vieja escalera de hierro haciendo ademanes, como dirigiendo la orquesta que ya no tocaba, y tampoco tenía ya la pluma en la mano. La risa de un chico que pasaba en bicicleta cortó todo, ni supe en qué momento desapareció dentro de la casa.
Después de publicado el libro de poesías lo vi más flaco…no sé, quizá tendría que haber sospechado, estaba más pálido. Pensé alejarme pero no pude, éramos muy amigos desde la infancia. Para colmo me dijo lleno de entusiasmo: ¡Ahora a meterme de cabeza a escribir una novela! ¡Será mi novela! Tendría que haberlo acompañado más, pero le juro que nadie iba a pensar.
Aunque no, ahora creo que no, no se mató. Fue ese día que le preguntaron ¿Y para qué sirve escribir? ¿Para qué leer tanto? Aunque no me acuerdo si lo escuché o lo leí en su libro.
No señor, ahora por fin es el dueño inmortal de su propia novela, esa que termina con un pobre tipo sentado con los ojos muy abiertos, evaporándose con el humo el día que quemaron todos sus libros, los libros que él leía a lo largo de la novela.

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