domingo, 25 de marzo de 2018

Gabriela Carrera



Retazos de Irina  
Gabriela Carrera

El día que la abuela Irina falleció, mamá llamó por teléfono y me pidió, con carácter de orden, que me encargara de todo lo referido “mi abuela” que ella no pensaba volver a ese pueblo de mala muerte, ni volver a esa casa del demonio ...”que seguro está embrujada”...
La relación de mamá con la abuela no fue de las mejores. Y me crié escuchando a una maldecir a la otra. Una vez papá me dijo, “No les hagas caso, se aman pero gatos grandes no comparten jaula”. Será por ello que antes de cumplir los veinte me fui a vivir sola.
Para feriados de carnaval, tomé prestado el coche de papá y fui a cerrar la casa de la abuela. Tres años habían pasado de la última vez que la visité en "El Dorado" un pueblito encantador, sólo de visita. Sus casas, sus calles, su gente parecen haberse detenido en el tiempo. Será por ello que Irina decidió quedarse allí, nunca se lo pregunté.
Cuatro días me tomó juntar todo aquello que podía ser útil muebles, ropa, utensilios de cocina y libros que ya tenían destino, el hogar El Remanso, donde concurro dos veces por semana a dar una mano. Cuando los muchachos de la mudanza se llevaron todo decidí pasar una noche más y seleccionar para mí retacitos de Irina para que me acompañe y no quede perdida en los velos del olvido. Mamá ya me había advertido “No quiero nada”
Cenando en la única casa de comidas del pueblo, se sienta conmigo a la mesa, una amiga de mi abuela, no la conocía pero recordaba haberla visto en el sepelio. Pedimos una botella de vino y entre copas pudo contarme parte de la vida de Irina que yo no conocía y antes de irse me dejó una caja, que la abuela le había pedido guardar, y ahí se fue mi mágica amiga dejándome llena de preguntas.
Ya en la casa buceo en el tesoro que había llegado por casualidad a mis manos, las pocas pertenencias de Irina esa abuela extraña para mí, extraordinaria para la señora de la casa de comidas.
La caja contenía fotos, recortes de periódicos viejos, retazos de tela con fechas en el reverso y atadas con una cinta de raso las cartas que habían sido escritas por ella y su amado Esteban, mi abuelo. En su juventud Irina había pertenecido a una compañía de circo que deambulaba por todo el territorio. Eran nómades buscando alimento y refugio en cada pueblito que visitaban. En una de las fotografías podía verse a mi abuela en su atuendo de “Adivina” polleras largas, pañuelo en la cabeza, los pies desnudos y sus manos colmadas de anillos y pulseras, eso recuerdo de Irina, el tintinear de sus pulseras.
La noche que Irina conoce a Esteban el Circo El Coloso, según un recorte de periódico, se encontraba en el pueblo Frontera en la provincia de Formosa a orillas del Río Paraguay. Esteban había ido al pueblo a ver que era eso de la atracción del Circo, y ahí la vio a la adivina mestiza, sus ojos color aceituna, la piel bronceada por el sol del norte entre velas y tules. Nunca recordaría lo que  le predijo, quedó hipnotizado  si recordarían que hubo un eclipse de luna dejando el pueblo a oscuras por un rato y con los sentidos desordenados por unos días a unos cuantos. El día que el circo levantó su tienda, Irina y Esteban cruzaron al Paraguay y no se supo de ellos por un tiempo.
Cuando queda embarazada de mi madre vuelven y se instalan en El Dorado, él se dedicaría a la madera e Irina no dejaría los vicios de la adivinación. Venían a consultarla si encontrarían el amor, otras veces, cómo perderlos.
Todos los recortes de periódicos mostraban alguna catástrofe o noticia relevante siempre relacionada con algún acontecimiento familiar. El día que muere Esteban, en un accidente talando árboles, un recorte anuncia una extraña invasión de langostas. La noche que mi madre naciera hubo un tornado, dejando al pueblo aislado por las inundaciones.
La vida de mi abuela se encontraba en esa caja entre mis manos, unos pocos recuerdos de mi niñez, retacitos de mis vestidos de niña guardados con fecha, algunas historias de mi madre que renegaba de su infancia poblada de gente que entraba y salía de la casa en busca de una pócima que calmara calambres o una palabra de consuelo. 
Decide dejar a la hechicera entre sus brebajes y reuniones de aquelarre, viene a Buenos Aires tratando de dejar el pasado y ser simplemente Luna.
La llamo y le digo: “vieji todo listo, quedó vacía. Mañana viene el martillero y la pone en venta.




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