domingo, 15 de noviembre de 2015

Carlos Margiotta

La marca del zorro   
Carlos Margiotta

Era lo que venía buscando hacía tiempo. Las dimensiones del local lo conformaban, ideal para instalar el depósito de papel en una zona céntrica. Ahora descansaría del largo viaje cotidiano por el gran Buenos Aires y tendría mayores condiciones de seguridad. En los últimos meses había sufrido varios asaltos y en uno de ellos lo habían golpeado; todavía le dolían las costillas. Además, quedaba cerca de su casa, del otro lado del parque Centenario. Dejaría el auto en el garaje para siempre e iría caminado a trabajar olvidando los interminables años de corretaje para una empresa distribuidora de papel. Tenía la experiencia suficiente y las relaciones necesarias para emprender el nuevo negocio con éxito, pensaba, mientras observaba el interior del local con detenimiento y calculaba los gastos para ponerlo en condiciones. De alguna manera quería borrar todo vestigio del pasado y empezar una nueva vida.
La puerta de entrada era de metal y vidrio, con tres hojas corredizas que ocupaban todo el frente. Allí podrían pasar los vehículos para cargar y descargar las enormes resmas de papel. El primer salón era lo suficientemente amplio como para recibir clientes, con dos baños sobre una pared lateral y una pequeña habitación sobre el otro costado con una ventanilla que se encontraba debajo de la escalera que llevaba al piso superior. Más adelante, detrás de una gran cortina de lona verde, estaba la gran superficie que necesitaba para acomodar la mercadería. Cuando caminó hacia la pared del fondo del salón sintió un pequeño declive debajo de sus pasos. Medianeras muy altas, piso de baldosas, techo metálico a dos aguas y sobre éste le llamó la atención un sobre trecho pequeño y vidrioso que aparentemente se deslizaba sobre dos rieles en el centro del salón. El sol se desplomaba a través de un cono virtual reflejándose en el piso lustrado. ¡Sí, lo alquilo! y recordó a su madre abriendo las ventanas de la casa hasta que anocheciera, como si la luz la hiciera revivir y curarse de la enfermedad.
El agente inmobiliario lo llevó al primer piso por una escalera de cemento que se comunicaba por una puerta al exterior y por otra al interior del salón. Éste era mucho más pequeño, como un balcón terraza que desembocaba sobre la planta baja por anchos escalones. Por la gran ventana del frente miró la avenida Díaz Vélez y un bar en la esquina de la calle Gascón. Preguntó por el cuartito que obstruía el paso entre las dos paredes laterales y supo que en el lugar había un cine de barrio. Allí terminó de decidirse. Dejó una reserva al hombre de la inmobiliaria y arregló la cita del próximo encuentro.
Cruzó la avenida y entró al bar de la esquina. El sueño de trabajar por cuenta propia era una realidad, lo había deseado durante mucho tiempo. Alquilaría el metro cúbico para guardar papel, mucha gente del gremio necesitaba más espacio y él podría satisfacer sus demandas. Lo esperaba una vejez tranquila para disfrutar de aquellos placeres tantas veces postergados. Se quedó un rato mirando mansamente el frente del edificio y repasó mentalmente los pasos a seguir. Una vez abierto llamaría a la clientela para ofrecerles el servicio. Prendió un cigarrillo y desde el ventanal del bar siguió mirando como si el local lo hubiera elegido a él para habitarlo. Entre las serpentinas de humo vio pasar un tranvía sobre la avenida Independencia y la fachada del cine Perla en el barrio de su infancia. Vio una fila de chicos entrando a la matinée un día martes y los afiches anunciando tres películas de aventuras. Vio su rostro en uno de los pibes con un sanguche en el bolsillo de su abrigo,
A la semana siguiente los obreros estaban trabajando en el lugar, mientras él dedicaba su tiempo para conocer metro por metro el local, tratando de reconstruir las imágenes sugeridas por el viejo cine. Una mañana subió al techo por un acceso que se encontraba en la cabina de proyección y descubrió el motor eléctrico oxidado que movía el corredizo sobre las vías por donde se deslizaba, y lo hizo arreglar. Puso los cartelitos “Damas” y “Caballeros” en cada uno de los baños de planta baja y en la puerta de calle no se animó a colgar el cartel “Continuado”. A la pared del fondo la hizo pintar de color blanco para imitar a una gran pantalla.
Su curiosidad lo llevó a preguntar a los vecinos por la historia del local, pero obtuvo pocas respuestas. El que más datos aportó fue el sastre que arreglaba ropa en la vereda de enfrente. “Se llamaba Albeniz. Cerró cuando se empezaron a vender muchos televisores”, dijo. “El dueño murió y los hijos vendieron”, escuchó de un hombre mayor que repartía diarios. Imaginó poner la oficina en el viejo pullman, el despacho y control de mercadería en la piecita de la boletería, y en la platea estaría el depósito propiamente dicho con un ancho pasillo en el medio del salón. A pesar de los contratiempos que se presentaron mientras duró la apertura del negocio y  las ansiedades que generaron la realización del proyecto, él sentía una extraña comodidad como si un lejano vínculo los uniera.
Al principio la actividad comercial era escasa y sólo necesitaba de un ayudante para las tareas cotidianas; más adelante, si hiciera falta, emplearía a otra persona. Por las tardes, sentado en el sillón de su oficina miraba alternativamente la calle y el depósito de la planta baja como un pájaro sobre una rama en la quietud de la siesta, y se quedaba dormido. Una tarde escuchó los disparos de un revólver y creyó ver en la pared hecha pantalla a dos pistoleros en pleno duelo, pero no se sobresaltó. Otra vez aparecieron sobre el piso unos envoltorios de caramelos Sugus y otros plateados de chocolatines. También vio al pibe, cuyo rostro se parecía al suyo, corriendo por las escaleras hacia el pullman. En algún lugar perdido de su memoria él sabía que esto iba ocurrir. ¿No era lo que andaba buscando?
Ir al cine es como ir a un sueño. A un sueño a donde todos los días ingresaba para dejar que sus deseos de celuloide se proyectaran sobre una pantalla interior. A un sueño donde dejaría que los olores de la inocencia regresaran sin censura y le siguieran contando que los malos pierden y son castigados, y los buenos siempre ganan y se quedan con la muchachita. Como una película mal compaginada donde las imágenes de ayer y de hoy se mezclaran igual que un mazo de naipes sin importarle cual era la verdadera. Volvió a ver El Halcón y la Flecha al lado de Marta, su compañerita de la escuela que asustada le apretaba el brazo. La Diligencia, para después matar a los indios que lo perseguían en el empedrado de la calle Rincón junto a Oscar y Rubén. El pirata Hidalgo, para colgarse de la baranda que cercaba la azotea, mientras su madre tendía la ropa. Las aventuras de Fumanchú, Sucesos Argentinos, el abuelo Tatón, garrapiñadas, Jim de la Selva, el noticiero No-Do, la señorita Ester, la primera comunión, Los hermanos Corso, los únicos privilegiados son los niños.   
Sonó el timbre y bajó para abrir la puerta de calle. Era un hombre de cabellos blancos acompañado por un chico.
-Perdone que lo moleste, quisiera pedirle un favor. Vengo con mi nieto para mostrarle el lugar donde trabajé hace mucho tiempo de acomodador.
Los hizo pasar. Él sabía que iban a venir. Los tres caminaron lentamente por el declive. El hombre empezó a contar sus anécdotas y el chico, con los ojos asombrados, a hacerle preguntas. “Ese techo se corría en las noches de verano para refrescar el salón y se veían las estrellas”. “Muchas veces, las madres dejaban a sus chicos y me pedían que los cuidara a cambio de una propina”.
En un momento de la recorrida se sentaron en las tres butacas que había comprado en una casa de muebles usados. Las luces se fueron apagando una a una y en el silencio se escuchó girar el rollo de película que yacía en la máquina de proyección. Sobre la pantalla, en blanco y negro, vio la figura de Tyrone Power con un antifaz, lanzando su espada contra una viga de madera que sostenía el techo. Vio una zeta cruzando como un recuerdo y sobre las palabras que anunciaban La marca del Zorro.

No hay comentarios: