domingo, 18 de enero de 2015



Dolor profundo   
Marta Becker
 
Después de mucho vagar el hombre llegó a la Capital.
El pelo revuelto, barba de muchos días, el largo sobretodo raído, zapatillas sucias que arrastraba con paso cansino le daban un aspecto tan lastimoso que provocaba rechazo entre los transeúntes.
Se paró frente a la vidriera de la rosticería y con ojos vidriosos recorrió lentamente la carne que se rostizaba y largaba despacio la grasa. Hacía muchos días que no comía algo bueno y caliente y se le hizo agua en la boca.
Se acercó una señora que llevaba un niño de la mano. El hombre giró la cabeza, miró al chico y sonrió. En ese momento se le juntaron todos los recuerdos que le hicieron olvidar el dolor del hambre y le provocaron otros dolores.
Recordó la casa grande, los días tranquilos, las risas flotando en el aire,  el fuego que crepitaba en la estufa mientras él acariciaba al niño de cabellos rubios, ojos celestes y labios color durazno.
Cuando se produjo el estallido el chico salió disparado de sus brazos.  El hombre se levantó tambaleante de la silla en un intento por agarrarlo, pero fue inútil, la tragedia rodeó  toda la escena.
Cuando despertó, tanto en la casa –o más bien lo que quedaba de ella- como en la calle reinaba el silencio. Un silencio de muerte, mezclado con el olor a cosas chamuscadas.
Gritó y gritó. No le salía el llanto.
Asustado, el gato del vecino que lo observaba recogió las patas y luego corrió a esconderse detrás de un coche estacionado.
El hombre dejó familia, amigos, trabajo, todo, y se abandonó, su vida se meció a la deriva. Antes de desaparecer del pueblo se acercó al cura amigo para confesar todo su dolor y recibir palabras de consuelo.
Cuando el cura regresó a la casa tres días después de tener la conversación con el hombre no encontró rastros de él, quien con la culpa y el sufrimiento a cuestas había iniciado su largo periplo.

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