Madrid María Ester Sorbello
“Madrid, una ciudad que engulle
hasta los sueños…”
Sólo desprendió el botón de arriba de su camisa y
aflojó el nudo de su corbata.
Sintió que en la oficina se ahogaba, no podía respirar
el mismo aire que esos embusteros.
Y por eso,
hace un par de horas que está sentado allí, bajo ese sol radiante de
abril.
La primavera ha alterado a muchos, pero otros son
simplemente eso: mentes alteradas.
Así que las dejó hablando a gritos, discutiendo entre
ellas.
Pensó que en esta época las ferias se multiplicaban
por los pueblos ¡Cómo deseaba ir al suyo! Recorrer sus calles, algunas de
tierra, ver la felicidad en los rostros de los que lo vieron nacer.
Dejar esta ciudad que engulle hasta la sonrisa de la
gente.
Otra vez recordó cada palabra, cada cosa que se dijo
de ella.
No podía ser cierto, no debía serlo.
Era la mujer más bella, la persona más bella que
había conocido es esta Madrid que tanto rechazo le causaba. Sólo por ella se
quedó, sólo por Ana.
Se incorporó, y caminó despacio, no podía dejar de
pensar en su rostro virginal, sus ojos
claros y sus cabellos que caen por sus
hombros, rozando la cintura.
Sintió deseos de tenerla en sus brazos, de besarla y
de hacerla suya.
¿Pero… sería cierto lo que decían de ella?
Y con la duda instalada en el alma, cruzó las calles
soleadas.
Sin darse cuenta de cómo, llegó hasta la puerta de Ana.
Y se quedó allí parado, mirando la puerta.
Sabía que vivía sola, y que había pedido el día
¿Estaría en su casa? ¿Se sentiría mal?
Miró hacia el piso de arriba, allí estaba su cuarto,
imaginó estar con ella, cerca, diciéndole que la amaba.
Y se quedó colgado, con la vista detenida en esa
ventana de arriba. Hasta que le pareció ver una silueta ¡Sí! era ella, ahí estaba,
corrió la cortina para hacer entrar la luz; estaba como diosa de marfil,
asomada, pero pronto lo vio, había un hombre. Un hombre con ella.
No quería ver, no quería perder sus sueños. Pero tuvo
que mirar. Ahí estaba la persona, que le dio el visto bueno para que entrara en
la oficina. El dueño de la empresa estaba ahí, en la habitación de Ana.
Ya no quiso mirar más y se marchó corriendo, cruzó
calles y más calles. Sólo un fuerte ruido, una frenada y un golpe, detuvo su
camino.
Quedó de espaldas sobre el pavimento caliente, y la
vio a ella, ella lo abrazaba, ella estaba con él en su cama, ella lo ocupaba
todo, ella…
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