lunes, 24 de noviembre de 2014

Celmiro Koryto Bio









Etapa  
Celmiro Koryto Bio

                                          Nadie me dijo: No lo cuentes, la vida es un estado de desorden.
Hubo una vez en mí, un tiempo espléndido de juventud, en que yo ardía como una llama ante una sonrisa femenina y la ciudad era el combustible pagano que me incendiaba. A mi madre y mi padre y mis hermanos dejé atrás cuando a los 16 abandone la casa, llevado por las interminables pujas con mi padre y fui a vivir a una pensión en la calle Bartolomé Mitre, entre Paso y Larrea. Tuve trabajos con buenos sueldos, como en el ACA (Automóvil Club Argentino) donde limpié las máquinas de oficina de sus diez pisos y luego en la droguería Kuropattwa (los primeros que abrieron las farmacias mutuales) como responsable de pagos a los laboratorios.
Hubo novias y un poco de sexo, no fumaba, y con ese dinero iba y volvía del trabajo en taxi. No ahorre dinero, pero me quedo un vicio, no contaminarme de nicotina. Me vestía como un petitero y arrastraba los mocasines al andar, con el pelo tirante peinado hacia atrás y la mirada más allá de la gente. Por la noche, cursaba el secundario en el Vieytes de la Av. Gaona. Aunque algunas, me hacía la rabona viendo un estreno en el cine Parravicini o en el Gaona. El comercial no era para mí. Yo quería estudiar letras.
Después de servir dos largos años en la marina, la ciudad parecía un mar abierto de oportunidades. Por segunda vez, salí a la calle de la vida, casi desnudo y con la felicidad quebrada, nada parecido al pasado. Mi atuendo, prendas prestadas, porque las mías estaban en garantía hasta pagar el último mes que debía, y eso fue dos años antes.
Desde mi última comida habían pasado 12 horas. La repetición de un café con leche con tres medialunas en un bar, donde el mozo me fichaba, (porque no dejaba propina) pero me traía otro platito con dulce de leche. Contaba con algunos pocos pesos que recibí al terminar el servicio, y use para pagar una cama cada noche. Por Bartolomé  Mitre pegadito a la Chevalier, había un hotelito de mala muerte para los obreros de los países limítrofes o para hacer noche, antes de la salida de los micros; eran unas salas largas y angostas hasta con 10 camas con una silla de por medio y un gran baño colectivo. Todas las noches antes de acostarme, juntaba las botamangas del pantalón las unía en su largo y lo colocaba debajo del colchón para que por la mañana estuviese estirado.
Solo, en una ciudad que te engulle si no conoces sus mañas, en los clasificados de un diario prestado encontré trabajo.
En una heladería de la calle Quintana, buscaban alguien para servir helados. Se llamaba il Giotto, como el pintor barroco y estaba a unas puertas del famoso bar La Biela y a metros de La Recoleta. Pensé para mis adentros, si no lo consigo en la primera me salteo la segunda y seguro me reciben en la última. Allí, en medio de la farándula del barrio bacán, se fue tramando mi destino. A veces, ciertos olores de ese tiempo, vuelven a mi olfato y se tornan deseo. Los dueños de la heladería estaban a años luz de necesitar de ella y en la vereda de enfrente abrieron una whiskería y bar de cócteles, al que llamaron Michelángelo. Los locales fueron su hobby. Uno de ellos, tenía rebaños inmensos de ovejas en la Patagonia y comerciaba con su lana y el otro un estudio muy importante de abogados. Comencé a trabajar y como no tenía adonde ir, era el primero en abrir y el último en irme. En dos semanas quedé de encargado. Así comencé a recibir la materia prima para la fabricación de los helados y también en la mañana temprano, vi como el maestro heladero los elaboraba. Después de una semana, me animé a pedir un adelanto de sueldo para comprarme un  pantalón de verano ya que el de marucho (azul navy) era de invierno. Esa noche, coloque los dos pantalones para que se plancharan y por la mañana, cuando volví del baño, el nuevo había desaparecido… Pase así el primer mes y el segundo. El tercero, tenía el dinero de la deuda y me presenté en la antigua pensión para recuperar mis pertenencias y solicitar mi antigua pieza. Lo primero lo logré y Don Cosme, que me apreciaba, me prometió que el primer lugar que se desocupara era mío. En los Clasificados, encontré una habitación en una pensión de la calle Carlos Pellegrini en un tercer piso a la calle. En el precio estaba incluido el desayuno y la cena. Comida sana y frugal que me servía una indígena de cabellos canosos e hirsutos que dejaba caer hasta la cintura, como una cortina abierta de voile. Un día del quinto mes, me ofreció leerme la suerte en la palma de la mano y me vaticinó: Que hasta los treinta, iba a ir dando tumbos por la vida y  casado iba a cruzar el mar y allí, mi suerte cambiaría y haría buen dinero. La escuche y agradecí su augurio, pero mi razón no se casó con ella.
-Señor: Como siempre… Chocolate, frutilla y en cucurucho-

Rondando las seis de la tarde del verano del 66, dos o tres veces a la semana, J.Luis Borges entraba a la heladería, enlazado por el brazo de su secretaria, con su bastón brilloso y la mirada perdida en algún laberinto. Se sentaba en el largo banco junto a la pared de los espejos y esperaba que le acercaran el helado. Una mano descansaba en el pomo del bastón y la otra concentrada en hacer pases y malabarismos al acercar a su boca el gusto elegido. Alguna vez, llegó cuando se  elaboraban en la máquina SIAM. Sus obsesionados ojos, se detenían en la larga pala, penetrando en la helada crema que se pegaba a sus paredes y el chocolate frío y oscuro que salía airoso, era introducido en el tacho de expendio, mientras a él, una astuta media sonrisa se le escapaba de los labios. No era el único que nos visitaba, bohemios de la noche, de las letras o el teatro dejaban "La Biela” y finalizaban su salida, saboreando algunos de los gustos raros para la época como –Psicosis- helado de wisky con quinotos o el súper sambayón o la yema quemada. Un día a la semana, me tomaba franco, pero para hacer un dinerillo. Cambiaba a Alberto en Michelángelo y sacándome el delantal de heladero, me colocaba el único saco y a la camisa blanca le agregaba un moño –mariposa- negro. Debajo del mostrador,  estaba el vademécum de Alberto, en él, figuraban todos los cócteles que entonces estaban de moda. Y los Daiquiris o los Old fashion y las Margaritas o los Cosmopolitan y los Destornilladores, eran pan comido en mi coctelera y la noches avanzaban mientras servía un buen café de Bola.

En el 74, en medio de los idus de marzo, llegue a Ashdod Israel, donde han pasado 37 años. Y creer o reventar, tuve una fábrica de helados que vendí, después de 30 años y desde entonces hago lo que siempre quise hacer, escribir, y muchas veces estudio a Borges y trato de emularlo sin conseguirlo y me digo que chico que es el mundo y cuánta razón tuvo la indígena de cabellos de voile. Hoy, el ayer se refleja en las fotos y el pasado no deja de ser abstracto.                                 

No hay comentarios: