jueves, 26 de junio de 2014

Negro Hernández



El loco de los naipes Negro Hernández

Antonio o el loco de los naipes, como lo llaman los muchachos, esta siempre en la mesa situada en el rincón de la ochava del Tres Amigos, allí donde cuelga el viejo teléfono público que dejó de funcionar hace años cuando nacieron los locutorios y más tarde fueran arrasados por la invasión del celular (el Gordo dice que lo llaman celular por el camión donde llevan detenidos a los presos).
Parece una pieza de museo como el propio café y algunos paisajes del mismo barrio que se van extinguiendo lentamente con la tecnología. En otra época lo usábamos para pasarle algún número al quinielero o para avisarle a la patrona que llegaríamos un poco más tarde porque se había armado un buen truco.
Antonio llegó al barrio en los primeros días de marzo, cuando el verano empieza a despedirse entre el calor de las ilusiones que no fueron y las hojas de los árboles de otoño poniendo de amarillo y ocre las calles de Barracas.
Todas las mañanas, de lunes a viernes, lo trae una joven mujer que según versiones del Gallego, es la hija (dice llamarse Inés). Lo acompaña a sentarse en ese lugar lejos de las ventanas, y le pide un café con leche con medialunas de grasa. Después, al mediodía pasa a buscarlo y se despide con cortesía.
Calculo que tendrá más de 80 años y la pinta de haber sido un hombre elegante, de aquellos de buen porte como los galanes de los 50. Es limpio, cortés y educado, con cierto aire de seductor, parece haber sido un viejo director de escuela o algo por estilo.
Cuando entra al salón me saluda con un gesto de su cabeza y trata de sonreírme aunque esforzadamente. Yo le retribuyo el saludo de la misma manera y le doy los buenos días a la joven acompañante.
Los comentarios sobre el nuevo parroquiano comenzaron a circular como los chimentos de un pueblo. Que la hija esta refuerte, que sufrió un ACV, que en su juventud fue un ajedrecista famoso, que estuvo casado con una bailarina de tango, que era escritor y poeta y no sé cuantas cosas más. Lo único cierto es que lo habían visto más de una vez  sacar un paquete de naipes del bolsillo del pantalón y barajarlas sobre la mesa con una mano como si fuera René Labanc.
Pero el más interesante de los chismes lo relató con lujo de detalles Joaquín, el mozo.
-Negro, te juro que una mañana de lluvia lo vi jugar solo al truco. Repartía las cartas como si tuviera un oponente, orejaba las cartas, se cambiaba a la silla de enfrente, orejaba las cartas y volvía al lugar de origen y cantaba envido. Después ocupaba el sitio del otro jugador y pensaba en qué contestar.
Un día estuve tentado de no ir a trabajar para observar a Antonio jugar a los naipes y comprobar con mis propios ojos la historia pero desistí. Los recuerdos de mi madre me dolían cada vez que esa otra  escena se volvía a aparecer disfrazada de enfermedad mental cuando solo se trataba de una sana locura.
El Gordo, el Mirón y Sandoval que tenían horarios de trabajo más libres se turnaban para observarlo y al atardecer compartíamos las experiencias. Te juro que es cierto, yo lo oí mentirse a sí mismo y creérselo, decía el Gordo, mientras agregaba un comentario sobre el culo de la hija. Y lo vi reírse y lamentarse a la vez, no es uno son dos jugadores distintos en uno solo, dijo el Mirón. La máxima la hizo el día lo escuché putearse y reputearse en un genial truco, retruco, quiero vale cuatro, agregó Sandoval.
Una mañana se acercó la hija a mi mesa para pedirme que por favor lo vigilara, que Antonio tenía un mal día, que le siguiera la corriente, que de ser necesario le avisara al Gallego para que la llamara si hacía falta. Y sin dudar compartí la opinión del Gordo acerca de sus atributos.
Entre nuestras risas e ironías sobre el loco de los naipes un dejo de compasión rodeaba siempre la charla y casi nos convertimos en cuidadores celosos de su salud.
A veces cuando lo observaba a Antonio veía a mi madre de 90 años sentarse a la mesa de la cocina para jugar a la escoba de 15, la vi cambiar de lugar, barajar y echar las cartas. Recuerdo como si fuera hoy, verla levantarse para encender la hornalla y prepararse un mate, y pedirme:
-Negrito, cuidame por favor que no me mire las cartas.

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