martes, 22 de mayo de 2012

MARTA BECKER


EL DUEÑO

Era el compadrito de la cuadra. La Negra lo respetaba y al mismo tiempo le temía. Porque el hombre, alto, de cabello encrespado y mirada profunda, iba armado, y el miedo no es zonzo, dicen. De caminar lento, con movimientos parsimoniosos y la cabeza en alto, hacía alarde del sentimiento que infundía. Hasta cuando dormía guardaba el cuchillo bien afilado debajo de la almohada, no sea cosa que lo encuentren desprevenido, explicaba a quien quisiera saber.
La mujer era de su propiedad. Así estaban planteadas las cosas, sin discusión y sin cambios.
Sábado a la noche. El galpón bailable está lleno, los parroquianos arrimados a la barra y la Negra, empilchada de rojo, pasea su figura por el salón. El hombre la contempla desde un ángulo del mostrador, el cigarrillo colgando de la comisura izquierda de la boca, la diestra apoyada en el mango del cuchillo.
La orquesta, recientemente formada, dos guitarras y un acordeón, toca una milonga. Los acordes se pierden entre las parejas, que ensayan pasos del nuevo baile.
El silencio se hace pesado cuando Tobías, el encargado de la estancia Las Tabas, se aproxima a la Negra y, con un brusco ademán, ciñe su cintura y la lleva con prepotencia  hacia el centro mismo de la pista.
Los demás dejan de bailar. Presienten. Sólo se miran y esperan.
El hombre dueño de la Negra se acerca a la pareja. Con un solo movimiento rápido los separa, desenvaina, empuja a la mujer, que cae, y clava el cuchillo en el cuello del Tobías. Acto seguido, saca el arma y la limpia en el pantalón, mientras el cuerpo del  encargado cae al suelo, bañado en la sangre que sale a borbotones de la herida abierta, los ojos en blanco y una mueca de sorpresa en el rostro.
La Negra no tiene tiempo de gritar. El hombre dueño la toma de los pelos y la arrastra hasta la salida donde, de otro empujón, la deja tirada. Tranquilo, se aleja por el camino de tierra, mientras tararea Mala Junta.