ALAS EN LA CABEZA
Durante
toda mi infancia tuve una especial afición por los pájaros. Podía pasarme
tardes enteras observándolos detenidamente, miraba con deleite sus plumas, sus
alas, sus costumbres nerviosas pero al mismo tiempo delicadas. También aprendí
a reconocer su especie y hasta su sexo según sus trinos. Disfrutaba de ellos y
me identificaba con su género.
Mucho se
ha escrito ya sobre ellas. Ah, las aves, la libertad, la belleza, el espíritu,
las ideas incluso… Con los años me di cuenta de que todas esas inspiraciones,
esos pensamientos laterales son idealizaciones ciertas, pero solo como
bosquejo. Los pájaros hoy me parecen frágiles entelequias de lo bello y lo
profundo que hay en los horizontes de los buenos propósitos de los hombres.
En fin, me
estaba alejando peligrosamente del tema. Me estaba volando. Cuando yo era niño
me convertí en un pequeño sabelotodo sobre el universo de las aves. Mis padres,
queriendo probar y disfrutar de mi aprendizaje me preguntaban de vez en cuando
sobre el canto de tal o cual pájaro y si esto significaba la llegada de alguna
lluvia, o viento, o simplemente sol. Yo no comprendía estas señales por más que
me las enseñasen. Chocaba a mi sensibilidad que hubiese algo de instrumento en
la belleza ofrecida por esas pequeñas vidas, como si al ser simples señales de
lo que diaria y repetidamente ocurría fuesen a perder la etérea belleza,
lírica, delicada, que mi imaginación les dotaba.
Mis
idealizaciones infantiles chocaban tan fuertemente con la realidad del mundo
que no tardé mucho tiempo en salir por las tardes a observar mis pájaros con
una gomera y piedras en los bolsillos. Mis primeros crímenes tuvieron algo de
ritual pero el tiempo pasó sobre esos paseos, y al volverse finalmente un hobby
quedó solo algo de resentimiento y necesidad de dominio en mis ataques. Hoy lo
puedo expresar pero estoy seguro que ya lo pensaba en esos lejanos años. Esos
pequeños seres podían ser simples manojos de plumas que casi estallaban gracias
a mi buena puntería, podían ser solo instrumentos meteorológicos (y bastante
poco fiables en verdad) pero, aun así seguían siendo libres y hermosos. No
porque yo los conociese ni los apreciara sino porque esas sencillas e inútiles
criaturas volaban, brillaban y cantaban.
Inútiles,
hermosos, libres. Ya no me caían simpáticos para nada, pero no le confesaría a
nadie esa desilusión.
En mi
hogar mis padres me festejaban la buena puntería, mis abuelos más aún. Un día
mí abuela, ya senil, comenzó a rememorar frente a mí, un poco hablaba para mí,
creo. Me contó una extraña historia. Aunque revuelta y confusa, aún recuerdo lo
que pude entender.
En el
pasado Bermejo recibía la cotidiana visita de los indios. Melancólicos todos,
alcohólicos la mayor parte y vendiendo o trocando sus mercancías los menos. No
constituían en absoluto un grupo homogéneo. Algunos con sus orejas, cejas,
narices y labios traspasados con pequeños huesos, semillas o aun botones. Otros
con todo su cuerpo dibujado con estilizadas cicatrices luego pintadas de
oscuros colores. Muchos llegaban solo a mendigar comida. A ellos les parecía
natural que la gente de trabajo los alimentase. A ellas debería decir porque
casi siempre eran las mujeres cargadas de hijos las que recorrían las calles
castigadas por el hambre y el sol, suplicando el pan ya viejo y duro de los
criollos.
Extrañas
gentes. Hoy que vuelvo hacia mi ayer muy de vez en cuando, las definiría como
un desfile bizarro. Mi abuela me habló en especial de unas que a mí me hubiesen
interesado especialmente. Indias polvorientas que llevaban pequeños colibríes
iridiscentes que les revoloteaban, amaestrados. Estas criaturas iban y volvían
desde las cabezas de sus dueñas. Me costaba creerlo, imaginaba a esas mujeres
entrenando desde generaciones a esos pequeños pájaros para que habitasen allí
entre sus cabellos revueltos. Es esa una imagen que traspasa cualquier
pensamiento racional. Había allí verdadero arte, más allá de las razas y
culturas, la belleza de esas mujeres coronadas de vuelo, coronadas de cielo.
Los chicos
de Bermejo se escondían donde podían y desde allí trataban de matar a pedradas
a los pájaros que orbitaban hipnotizados a las indias, más de una habrá caído
desmayada, herida más o menos accidentalmente en esos ataques, pero ellas
continuaron viniendo al pueblo. Creo que eran perfectamente conscientes del
escándalo que armaban con su belleza extravagante, creo que disfrutaban viendo
a las amas de casa que las miraban escondidas tras las puertas de sus casas, no
porque no quisiesen compartir su pan con ellas sino solo porque no había ningún
pañuelo o sombrero que pudiese competir con ese atavío vivo y libre.
Así se
instaló una pequeña guerra no declarada ni reconocida pero aun así determinada
y feroz. Una guerra de miradas duras, furiosas o despectivas y de lenguas
filosísimas de las mujeres del pueblo hacia estas indias que respondían
haciéndose las desentendidas y llevando sobre sus cabezas a sus amigos los
pájaros.
Pero,
pasado un tiempo, Bermejo respondió con inteligencia. Había algo que podía
hacerse y no creo que la gente del pueblo actuase espontáneamente. No, yo creo
que alguien un poco más espabilado, no sé si el cura, algún gerente o alguien
con cierta autoridad definió una estrategia sencilla y eficaz. Nadie debía
hablar de las aves, ni mirarlas ni atacarlas. Debían volverlas invisibles y
desaparecerían con el tiempo.
Las indias
continuaron llegando al pueblo y las amas de casa las recibieron altivas en las
aceras, dándoles algunos mendrugos, mirándolas con lejanía pero siempre a los
ojos, nunca más a sus pajaritos danzantes. Los hombres no hicieron menos:
continuaron sus obligaciones o sus charlas en la plaza del pueblo pero ni se
dignaron en mirar a esas mujeres que caminaban solitarias y descalzas, los
niños continuaron sus juegos como debía ser.
Nadie
recuerda hoy ya nada sobre esas mujeres. Yo pregunté y nadie supo decirme nada.
Creo que la gente las olvidó profundamente. Aunque mi abuela no vio nunca a los
hombres de aquella tribu (ellos no bajaban hacia el pueblo) yo prefiero creer
que la belleza de los pájaros ha de haber sido un privilegio femenino.
Mi abuelo
una vez soltó su lengua en medio de una de sus habituales borracheras y me dijo
que eran todos inventos. Según él nunca hubo aquí mujeres elegantes y amigas de
los pájaros sino solo unas cuantas indias con sus sucios cabellos nimbados de
mariposas nocturnas, esos feos insectos gordos y pesados, de pardos colores, y
que además te enferman de conjuntivitis si los miras fijamente.
Que me
perdone mi abuelo pero pienso que en su vejez estaba demasiado derrotado por el
alcohol y los sinsabores y no sé si habrá olvidado verdaderamente o si solo
habrá callado por obediencia…
Hoy que
los pobres (sus niños sobre todo), solo tienen piojos en sus cabezas, creo que
añoro ese pasado y me hubiera gustado ver (aunque sea de lejos) a esas mujeres.
Esas flores que visitaban el pueblo trayendo consigo la alegría de los pájaros
y sobre todo la alegría de celebrar la vida más allá de la civilización o de la
raza o del progreso que al final resulto solo un espejismo (al menos para
nosotros).
Nunca pude
saber que fue de ellas. Quizás su tribu desapareció por el paludismo o alguna
otra enfermedad, quizás decidieron marcharse a donde no las ignorasen
deliberadamente. O tal vez algún cura o pastor las convenció de que ganarían
parcelas en el cielo o las escrituras de su tierra si rompían ellas su amistad
con los colibríes. No lo sé pero, cualquiera haya sido su elección o destino
creo que Bermejo perdió algo… Que inmediatamente olvidó.
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